Quisiera, en lugar de escribir sobre el futuro, proponer una especie de reflexión moral. Primero, sobre los orígenes o explicaciones posibles de todo esto. Después, sobre las soluciones o alternativas que tenemos para hacerle frente, sobre los dilemas éticos que, queramos o no, tendremos que enfrentar. Podemos decidir ignorarlos con una entendible cobardía política, pero eso no los hará menos inevitables. Cerrar los ojos ante la complejidad ética es una actitud entendible, pero al mismo tiempo perjudicial. Dañina.
No creo que el coronavirus sea una venganza de la naturaleza. No creo que los seres humanos seamos una plaga que merecía, en una especie de ajuste de cuentas evolutivo, un escarmiento, una lección ejemplarizante. Convertir esta pandemia en una fábula es, de alguna manera, estar de espaldas a la ciencia. Las fábulas tienen una gran ventaja, la sobresimplificación: juzgar siempre ha sido más fácil que entender. Los misántropos deberían al menos reconocer que el ser humano es parte de la Naturaleza.
Las interpretaciones moralistas de los fenómenos naturales se chocan inmediatamente con la crueldad de la misma naturaleza. El mismo Houellebecq cita un párrafo de Schopenhauer que lo resume todo: Junghum [un conocido naturalista] cuenta que vio en Java un campo cubierto de osamentas que se extendía hasta el horizonte y creyó que debía ser un campo de batalla. En realidad, eran los esqueletos de grandes tortugas de cinco pies de largo y tres de alto y de ancho que, al salir del mar, toman ese camino para depositar sus huevos y son atacadas por perros salvajes que, uniendo sus fuerzas, las vuelcan, les arrancan el caparazón inferior y las conchas del vientre y las devoran vivas. Pero a menudo, en esos momentos, aparece un tigre y se abalanza sobre los perros. Esta desoladora escena se repite miles y miles de veces, año atrás año; para eso han nacido esas tortugas.
Somos muchos y hemos ocupado buena parte del planeta; además, estamos interconectados de una manera casi increíble. Bastaría con examinar, por ejemplo, una prenda de vestir para darnos cuenta de que los materiales (las tintas, los hilos, los botones, la tela, etc.), involucran la cooperación de medio mundo. Esta cooperación ha tenido efectos positivos sobre nuestro bienestar material, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho más vulnerables. La pandemia es probablemente una consecuencia de todo esto: somos una especie tan numerosa e interconectada que íbamos a ser invadidos en algún momento.
No creo que esta pandemia vaya a tener una solución farmacológica definitiva: una vacuna que nos ahorre la necesidad de intervenciones más complejaspunto hacer una distinción sutil, pero importante. Una cosa es el llamado a cuidar nuestro planeta, a la sostenibilidad, a la conservación, a nuestra responsabilidad ética de preservar la biodiversidad por razones que incluso trascienden nuestro bienestar; otra cosa muy distinta es darle una interpretación casi religiosa a la pandemia, decir que lo merecíamos, que la Naturaleza está asumiendo una posición de legítima defensa. En fin, no creo que el coronavirus sea un castigo. Ni mucho menos una solución para la crisis ambiental. La lucha ambientalista tendrá que seguir, con más fuerza, después de la pandemia.
Dilemas éticos
Con el tiempo, la ciencia logrará explicarnos en detalle el origen del virus, no como una invención humana como creen los conspiracionistas, sino como un ejemplo de la recursividad de la vida y la conexión de todos los seres vivientes. Los biólogos han descrito al ser humano como la especie accidental, como el resultado de miles de contingencias imprevisibles: este coronavirus es otro accidente en esa historia fascinante, en la aventura humana que, sobra decirlo, no terminará aquí.
La especie humana no está en peligro por cuenta de la pandemia, pero sí hay mucho sufrimiento en juego. Alguno inevitable, pero otro no. El gran debate global, en todos los países y comunidades del mundo, gira en torno a las políticas o acciones necesarias para minimizar ese sufrimiento evitable. La discusión es obsesiva, la opinión pública parece polarizada, dividida según su filiación política. Los expertos, además, están lejos de un consenso.
Yo no creo que esta pandemia vaya a tener una solución farmacológica definitiva: una vacuna que nos ahorre la necesidad de intervenciones distintas, más complejas. No creo que vaya a existir un antes y un después, un invento providencial que nos devuelva a la realidad anterior. La crisis durará varios años, tendremos que aprender a vivir con una realidad distinta. Probablemente existirán avances incrementales, muevas medicinas que nos ayudarán en el proceso de adaptación, pero no resolverán todo el problema.
Si no hay una solución técnica, las alternativas de política implican, en mi opinión, un debate ético ineludible. En América Latina (y en buena parte del mundo), los gobiernos han actuado con decisión, hicieron lo que tocaba, tomaron las medidas necesarias para proteger la vida de sus ciudadanos. Las cuarentenas eran casi inevitables, ética y políticamente. Los riesgos requerían medidas extraordinarias como las que se tomaron.
Pero el paso del tiempo ha revelado una disyuntiva compleja. Las cuarentenas no resuelvan el problema, simplemente compran tiempo para la preparación y la reflexión. Los gobiernos enfrentan ahora una decisión más difícil, no entre la vida y la economía, sino entre las muertes por el coronavirus y las muertes y vidas arruinadas por la pobreza, otras enfermedades, el hambre, el hacinamiento y las consecuencias psicológicas de un encierro de muchos meses. La política social no resuelve plenamente el dilema. No puede hacerlo.
No es fácil enfrentar este tipo de dilemas. Algunos han argumentado que la única posición éticamente defendible es un aislamiento prolongado hasta que exista un tratamiento o hasta que los casos se hayan reducido a un mínimo tal que sea posible rastrearlos a todos. Otros han señalado, con razón creo yo, que esa puede ser una opción en los países desarrollados o con grandes capacidades tecnológicas, pero no en los países en desarrollo. Éticamente es tentador aferrarse a la idea de llevar el riesgo a cero, de un aislamiento total que proteja por ahora a todo el mundo.
Pero esa postura implica, en mi opinión, una suerte de incoherencia: protege las víctimas más visibles, las de Covid-19 (los acumulados aparecen todos los días en todas partes) e ignora simultáneamente a las víctimas invisibles como consecuencia de una medida que ha perturbado la vida de todos y, en particular, de los más vulnerables. Los expertos en bioética conocen bien ese dilema, han estudiado los extravíos éticos de concentrarse en las víctimas visibles. Las cuarentenas prolongadas, como lo afirmaron esta semana dos investigadores de la Universidad de Harvard, Richard Cash y Vikram Patel, pueden hacer mucho más daño que bien, incrementan el sufrimiento evitable y atentan contra la equidad y la justicia social.
Los gobiernos enfrentan ahora una decisión más difícil, no entre la vida y la economía, sino entre las muertes por el coronavirus y las muertes y vidas arruinadas por la pobreza, otras enfermedades…
Los dilemas éticos no tienen una solución fácil. El utilitarismo básico es ilegítimo. Sin embargo, aferrarse a una política (las cuarentenas) que puede causar tanto daño también lo es. Una apertura prudente, con más pruebas, metas claras que obliguen a regresar al confinamiento cuando la utilización hospitalaria esté cerca del límite, que tenga en cuenta las diferencias territoriales, ponga una atención especial en ancianatos, cárceles y hospitales, promueva el distanciamiento físico y presenta de manera clara la información y los modelos es probablemente la mejor solución.
No es plenamente satisfactoria, lo reconozco. Algunos podrán afirmar que es fatalista, nihilista incluso. El utilitarismo es cuestionable cuando hay vidas humanas de por medio. Personalmente, no me deja tranquilo. Me gustaría proponer algo mejor, pero no lo creo posible. La mejor recomendación sigue siendo posiblemente la misma de siempre, no hacer daño (un paréntesis: el daño que se está haciendo, por ejemplo, con la suspensión de la educación básica es casi inconmensurable).
Por último, cualquier postura ética requiere, en este caso, mucho de compasión. “Todo hombre es un héroe por el solo hecho de morir. Y los héroes son nuestros maestros”, escribió alguna vez el poeta chileno Nicanor Parra. Razón no le falta. Ojalá esta vez la humanidad pueda aprender de sus maestros.
ALEJANDRO GAVIRIA