La desconfianza se ha convertido en la nueva realidad. Desconfianza en la ciencia y en las instituciones, en las narrativas oficiales. No hay vacuna informativa capaz de superar, en estos momentos, la fuerza viral de la desinformación generada en torno a una pandemia que ha amplificado las vulnerabilidades de un mundo conectado física y comunicativamente. Pero ¿quién y qué intereses se esconden detrás de esta desinformación?
¿Es el COVID-19 un arma biológica fabricada en Estados Unidos? ¿Cuál es la cifra real de muertos desde que se inició la ya declarada pandemia? ¿Dónde fueron tomadas realmente las fotos que ilustran saqueos a supermercados? ¿Quién redacta tanto comunicado falso anunciando medidas excepcionales mucho antes de que se planteen? La sobreexposición informativa que sufrimos con el coronavirus está plagada de noticias falsas, rumores, pseudociencia o descontextualización. Desde las primeras semanas de propagación del virus, la Organización Mundial de la Salud puso en marcha un programa piloto llamado EPI-WIN, que tenía como objetivo garantizar la veracidad de la información oficial comunicada al público. Sin embargo, no hay vacuna informativa capaz de superar, en estos momentos, la fuerza viral de la incertidumbre en una esfera pública digital donde las noticias falsas tienen un 70% más de probabilidades de ser retuiteadas que las verdaderas. Toda desinformación implica intencionalidad. Pero ¿quién y qué intereses se esconden detrás de esta manipulación, en todas sus distintas versiones? La respuesta es tan variada como la producción desinformativa que genera.
La primera consecuencia de la desinformación es el desconcierto. Los mensajes contradictorios engendran confusión en general, pero la intencionalidad de la falsedad puede comprender desde la gamberrada 2.0, que falsifica una nota oficial anunciando el cierre de centros educativos mucho antes de que se produjera, al fomento de la xenofobia y la estigmatización de comunidades concretas o el apuntalamiento de agendas o argumentarios políticos.
Las noticias falsas tienen un 70% más de probabilidades de ser retuiteadas que las verdaderas.
Pero la gran diferencia entre el coronavirus y otras muchas epidemias que cambiaron el curso de la historia reside, precisamente, en la capacidad de viralizar el miedo y el desconcierto que provoca; en la velocidad y efectividad con que ha amplificado las vulnerabilidades de un mundo conectado física y comunicativamente. Mientras se lucha por la contención del virus a escala global, la OMS ya nos ha declarado víctimas de la infodemia, es decir, de una sobrecarga de información no fiable que se propaga rápidamente entre la población.
Agenda política
La crisis del coronavirus también ha servido para alimentar agendas políticas. Unas sociedades desinformadas, asustadas, que se sienten vulnerables, pueden aumentar la presión y el descontento sobre sus gobiernos. Ocurrió desde el primer momento en la zona cero del virus, cuando la maquinaria de propaganda gubernamental china tuvo que hacer frente a las críticas contra los medios oficiales que recorrían internet sorteando la censura con palabras clave y vídeos protesta.
La OMS nos ha declarado víctimas de una sobrecarga de información no fiable que se propaga rápidamente entre la población
En Europa, la crisis pasa factura a la lenta reacción comunitaria. La respuesta inmediata de la extrema derecha en Francia, Alemania o Italia ha sido reclamar la introducción de controles más estrictos en las fronteras. Marine Le Pen arremetió explícitamente contra «la religión« de una Unión Europea de libre circulación y exigió la reinstauración de unas fronteras que protegen a los ciudadanos «sea cual sea la situación», que es como decir más allá del coronavirus.
Los discursos políticos de la extrema derecha están llenos de ejemplos recientes que vinculan inmigración y amenazas sanitarias (Jaroslaw Kazcynski, Matteo Salvini u Ortega Smith). Se trata de agitar el miedo, de alimentar la idea de la amenaza exterior. La suspensión unilateral de los viajes procedentes de la Europa de Schengen decretada por Donald Trump consagra el aislamiento de una administración cuestionada por la infravaloración de la crisis. Si a ello le sumamos el contexto electoral, la intencionalidad política de las narrativas sobre el coronavirus todavía son más claras, y no solo en Estados Unidos. En Polonia, donde dentro de dos meses habrá elecciones presidenciales, el coronavirus también ha entrado en campaña. En este caso es la oposición quien pide al gobierno de Ley y Justicia que «revele la verdad sobre los casos de coronavirus» que hay en el país.
Confrontación geopolítica
¿Quién está mejor equipado para hacer frente a una pandemia las democracias liberales o los regímenes autoritarios en su capacidad de imponer medidas drásticas a su población? El relato sobre el coronavirus también tiene su dosis de geopolítica, de confrontación de modelos y de capacidades disruptivas.
¿Quién está mejor equipado para hacer frente a una pandemia: las democracias liberales o los regímenes autoritarios?
En este contexto, la administración Trump denunció en febrero distintas campañas de desinformación rusa para la propagación de teorías conspirativas sobre el origen del virus. Según fuentes del departamento de Estado, que publicó la Agencia France Press, diversas cuentas de Twitter, Facebook o Instagram estaban difundiendo desde mediados de enero teorías falsas sobre el brote epidémico, según las cuales el COVID-19 es un arma biológica de EE.UU. en su guerra comercial con China; o teorías que aseguraban que el cofundador de Microsoft, Bill Gates, tenía la patente del virus. Según esta información, la viralización se realizó desde miles de cuentas gestionadas por personas, no por bots, que tuiteaban mensajes apoyados con informaciones de Sputnik o RT. La portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores ruso se apresuró a negar las acusaciones diciendo que eran fake. Sin embargo, el mismo argumentario apareció en medios tradicionales rusos o por boca de algunos líderes de la extrema derecha del país, y no es ajeno a otras teorías conspirativas anteriores que ya habían propagado la historia de hipotéticas armas químicas desarrolladas a expensas de Estados Unidos en un supuesto laboratorio georgiano.
Con la propagación del virus en fase de contención, China también ha entrado en la refriega con la intención de empezar a reparar su imagen. Beijing insinúa ahora que el virus pudo originarse en otro país, elogia a los gobiernos que se mantuvieron abiertos a los viajeros chinos y arremete contra las voces más críticas con acusaciones de racismo.
Efectos económicos
La restauración de la salud pública pasará también por recomponer la salud informativa ante la desinformación
Los mercados bursátiles son muy sensibles a las percepciones, los rumores y, por tanto, a la desinformación. Hay ejemplos contundentes de intentos criminales que usaron la desinformación para provocar una caída en la bolsa y ganar dinero con la especulación. Pero esta vez el pánico es generalizado. En pleno desorden informativo y ante los costes económicos de una crisis todavía sin fecha de caducidad, la volatilidad azota las bolsas a ambos lados del Atlántico. Incluso sin bulos o manipulación, solo por saturación informativa –y porque el coronavirus afecta a grandes centros de la producción industrial global- era inevitable que el COVID-19 provocase una caída de confianza en los mercados. Y es que la desconfianza se ha convertido en la nueva realidad. Desconfianza en la ciencia y en las instituciones, en las narrativas oficiales.
Los bulos están ahí porque ya existían antes de Twitter, pero su capacidad de penetración se ha multiplicado no solo por la potencia amplificadora de las redes sociales, sino por la predisposición de muchos usuarios a creérselos y compartirlos. Es necesario restaurar nuestras defensas, recuperar la credibilidad de la información y de las fuentes que la generan. La restauración de la salud pública pasará también por recomponer la salud informativa.