Testimonio de un sacerdote acusado de pederastia

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Dilecto Hermano:
En el año 2013 tuve la tentación de seguir el susurro hecho poesía del poeta Quevedo: “el pecado nació para escondido”, pero fue mayor el grito existencial y perentorio: “no seré mi propio encubridor, seré un penitente”. Aclarando que este grito está impregnado de las verdades evangélicas, toda vez que sale de un hombre Cristiano como lo fue Soren A. Kierkegaard. Desde entonces este grito me ha servido de divisa.

Ya han pasado casi siete años. Obedecí las decisiones de la Santa Sede frente a mi ministerio ordenado y, apelando a mi inocencia, esperé confiado en las decisiones de la Justicia Colombiana. Y estas llegaron. La Justicia Colombiana me absolvió de los delitos que se me acusaron. Ni siquiera hubo apelación por parte de los actores que hicieron parte de este proceso, es que “la verdad no es sino una”, tal como reza en derecho universal.

Aunque quise hacerlo, me fue imposible no hacer comparaciones entre los procesos de los que fui sujeto (objeto). Me refiero al canónico y al estatal. El primero, con prisas, inmisericorde, negando todo principio de derecho universal, sin ningún perito que evaluara el testimonio del falso denunciante. Incluso, echaron mano de la viciada figura del juez sin rostro, o por lo menos así lo pude percibir, toda vez que nunca vi la cara de quien fue mi juez, el cardenal Rubén Salazar Gómez.  Yo presbítero, convertido por mentes medievales en un “reo”, tal como consta en los expedientes que se archivaron en los fríos anaqueles del tribunal eclesiástico de Bogotá. Empalidecido, oí tronar los sagrados cánones.

Rescatado de las profundidades del rio Guaviare, a donde había sido arrojado por un santo prelado, se abrió paso imponente y voraz el derecho canónico y profirió sentencia condenatoria. Aún siento el vaho satánico respirar en mi cuello.

No así en el Segundo proceso en cuestión. El estado Colombiano se tomó su tiempo. Exigió pruebas. Las poquísimas que allegaron, por inverosímiles, contumaces e infundadas, no lograron derrumbar la sagrada presunción de inocencia.
La Justicia Colombiana exigió –ese es el deber ser-que el testimonio de la presunta víctima, hoy falso denunciante, fuera confrontado por peritos psiquiatras. Peritos forenses, que sea dicho, actuaron como testigos de la fiscalía, descalificaron con grado de certeza, tal testimonio. En breve instante mental pensé muchas cosas: ¿no es el testimonio de la misma persona que un sacerdote del tribunal eclesiástico de Bogotá valoró como prueba en mi contra? ¿Por qué en el tribunal eclesiástico no se valieron de peritos siquiatras? Incluso revisé la sentencia canónica y encontré lo que en cualquier momento podría convertirse en una perla de muy buen valor jurídico: “me costa … que abuso de dos menores”.

Recordé que ambos casos fueron descalificados por la justicia colombiana. Y me pregunté ¿cómo podía constar tal cosa el cardenal Rubén Salazar Gómez, si los hechos indilgados de haber ocurrido, tendrían como fecha de ocurrencia el año 1998, año en el que dicho cardenal era obispo en la diócesis de Cúcuta? ¿No contradecía a toda luz el testimonio del Obispo Belarmino Correa Yepes, quien en carta enviada al cardenal, manifestaba que nunca escuchó comentario alguno sobre este asunto? ¿cómo constaba tal cosa Salazar Gómez, cuando no reposa queja sobre este proceder mío en la curia episcopal según testimonio del padre Luis Artemio Grajales Vallejo? ¿La verdad resuena más en el puño del ilustrísimo purpurado o en la voz pastoral y científica respectivamente de Belarmino Correa Yepes, Luís Grajales y peritos siquiatras?

Si bien, Dios me ha regalado una empresa que es distribuidora de una prestigiosa marca que fabrica y distribuye un sistema de cocina saludable (utensilios de cocina en acero grado quirúrgico) la cual me apuntala económicamente grandes propósitos de vida, también es cierto que me quedan muchas dudas respecto a si debo luchar o no por mi ministerio presbiteral. A veces pienso que por el hecho que me esta yendo muy bien en lo que ahora hago, además de ser feliz haciendo lo que hago, podría ser que Dios quiere que siga ahí. Pero cada que veo lo irregular del proceso canónico tiendo a pensar lo contrario. ¿Dedicarme solo a la empresa y a la fundación o hacer otros intentos para retomar el ejercicio presbiteral, así para ello me toque acudir a la teoría de las tres ramas de John Henry Newman?

Desde mi Getsemaní Vocacional, apelo a la fraternidad para pedirles que no duerman y vigilen conmigo.

San José del Guaviare, Julio 13 de 2020

Carlos F. Vásquez B. (firma del autor)

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