Aristóteles decía que no se puede desatar un nudo sin saber cómo está hecho. Bajo esa misma premisa, sin conocer las emociones que tejen nuestra vida, no podremos desenredar aquello que nos frena. Para abordar esa titánica tarea, conversamos con la escritora y científica Elsa Punset (Londres, 1964), uno de los mayores referentes en divulgación sobre educación emocional.
Está demostrado que nuestro cerebro se rige más por la emoción que por la razón. ¿Qué riesgo supone no saber dominar la tristeza, la ira o el miedo?
Al cerebro humano no le importa que llegues feliz a la noche, sino que llegues vivo. ¿Por qué? Porque está programado para sobrevivir. Ese es un rasgo fundamental de nuestro cerebro, pero no siempre somos suficientemente conscientes de ello. Sin embargo, si no aprendemos a contrarrestar la tendencia innata al miedo y a la ira, esas emociones van a primar, y van a condicionar nuestra vida. ¿Qué podemos hacer? Lo cierto es que en la vida real caben todo tipo de emociones: evolutivamente, todas tienen su mensaje y su razón de ser. Suelo decir que no hay emociones buenas ni malas, sino útiles o perjudiciales. La ira, bien expresada, puede ser el germen de la justicia social. Y si sufro una pérdida, ¿cómo no voy a estar triste, a pasar por un duelo? Sin embargo, hay que ser conscientes de que esas emociones, intensas y difíciles de gestionar, que nuestro cerebro tiende a generar y almacenar en la memoria, tienen un impacto, no solo en nuestra salud mental y emocional, sino también física. ¡Cada emoción deja una huella en el cuerpo! Para lidiar con estas emociones, la represión es una pésima estrategia. No se trata de reprimir o rechazar una emoción, sino de aprender a reconocerla y a gestionarla. De ahí que hablemos de la importancia de la gestión emocional.
¿Por qué es tan importante la empatía? ¿Somos hoy más conscientes de que todas nuestras acciones tienen un impacto sobre el entorno que nos rodea?
La empatía es un mecanismo con el que nacemos, que nos permite ponernos en la piel de los demás y sentir las emociones básicas que compartimos, que son nuestro único lenguaje universal. Gracias a esta capacidad de sentir empatía podemos convivir. La empatía la podemos entrenar, o también debilitar, a través de la educación y de nuestra forma de vivir. Por ejemplo, la agresividad que existe en las redes sociales tiene mucho que ver con que, cuando no vemos físicamente a las personas, se debilita nuestra capacidad de empatizar, de ponernos en su piel, y resulta más fácil deshumanizarla y tratarla mal.
¿Es necesario incluir programas de inteligencia emocional en las aulas?
La educación es nuestro mejor sistema preventivo para la salud mental y física. Solo reconociendo que somos una especie compleja, que es capaz de hacer mucho bien, pero también mucho mal, daremos a la educación la importancia vital que tiene. Queda mucho por hacer en este sentido, aunque afortunadamente estamos tomando conciencia y mejorando sistemas educativos en todo el mundo. Dicho esto, si no hemos tenido la suerte de tener programas de educación emocional en el aula, o padres emocionalmente inteligentes, podemos mejorar nuestro cociente emocional a cualquier edad. Afortunadamente, el cerebro es flexible y adaptable, así que con paciencia y conciencia podemos aprender y cambiar –es decir, educarnos– hasta el último día de nuestra vida.
«Sal de tu zona de confort», «persigue tus sueños», «querer es poder», «nada es imposible», «todo depende de ti»… El ciudadano contemporáneo está expuesto de forma permanente a este tipo de mensajes. ¿Estamos obsesionados con la felicidad?
«Las redes no reemplazan nuestra necesidad profunda de estar juntos, de mirarnos a los ojos y de ponernos en la piel del otro»
Es algo que se dice mucho últimamente… pero ¿por qué cree que estamos obsesionados con la felicidad? ¡Porque nos resulta muy difícil de alcanzar! Por ello insisto siempre en la idea de que fomentar la inteligencia emocional –comprender nuestras emociones y saber gestionarlas– no es una moda o algo buenista… Tenemos sobrada evidencia científica de que las emociones positivas ofrecen beneficios importantes, más allá de que resulten agradables. Centrémonos por un momento en lo laboral: las personas positivas –aquellas que muestran más alegría, interés, orgullo o satisfacción– suelen mostrar también más flexibilidad cognitiva, es decir, están más abiertas a integrar nueva información, a resolver problemas complejos, a pensar creativamente, a superar antes obstáculos y fracasos… La positividad también nos hace más sociales y colaborativos, y esa actitud se contagia a través de un equipo, mejorando no solo el humor de las personas involucradas, ¡sino también la productividad! Por ejemplo, las personas positivas suelen tener más éxito a la hora de cerrar negociaciones y de establecer vínculos sólidos con sus clientes. Lo que sí sugiero es que no perdamos demasiado tiempo en misiones abstractas, sino que nos centremos en cosas palpables, en la adquisición de herramientas y habilidades concretas, como aprender a relacionarnos con los demás, a escuchar, a negociar, a gestionar la tristeza… «Salir de tu zona de confort» tiene que tener una traducción concreta; por ejemplo, apuntar en una lista 20 cosas que aún no te has atrevido a hacer, ¡e ir esta misma semana a por una de ellas!
La era digital, ¿nos ha empoderado como ciudadanos?
La irrupción de las nuevas tecnologías y de las redes sociales ha generado enormes ventajas, pero a la era digital le estamos pidiendo algo más: que alivie nuestra necesidad humana de sentirnos acompañados, que resuelva nuestra epidemia de soledad, nuestro miedo a la insignificancia, la dificultad para expresar nuestros sentimientos… ¡Y eso no es fácil! De momento, hemos trasladado nuestras vulnerabilidades y carencias al entorno digital. De hecho, el declive del «capital social» –nuestras redes humanas interpersonales– sigue creciendo. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque las redes suelen atraparnos en la necesidad de compararnos y presentarnos lo mejor posible al resto del mundo, facilitan comportamientos agresivos y ataques personales a los individuos, alienan las emociones negativas que forman parte cotidiana e intrínseca de nuestras vidas… Las redes no reemplazan nuestra necesidad profunda de estar juntos, de mirarnos a los ojos y de ponernos en la piel del otro. Necesitamos ser conscientes de ello y fomentar la empatía. También generar espacios físicos en las ciudades y barrios para reunirnos, sentirnos y colaborar cara a cara.
Carl Honoré, autor de ‘Elogio de la lentitud’, sostiene lo siguiente: «Hemos creado una cultura de la prisa donde buscamos hacer cada vez más cosas con cada vez menos tiempo. Hemos generado una especie de dictadura social que no deja espacio para la pausa, para el silencio, para todas esas cosas que parecen poco productivas. Un mundo tan impaciente y tan frenético que hasta la lentitud la queremos en el acto». ¿Hemos perdido la capacidad de esperar? ¿Cómo impacta en nuestra salud emocional y en nuestras relaciones sociales esa aceleración de la vida?
Vivimos en una sociedad de la distracción. Es entretenida, pero tiene sus desventajas, y una de ellas es la tentación de no dedicar el tiempo y el esfuerzo suficiente a necesidades humanas vitales: inventar, soñar, descansar, conectar con la naturaleza, aprender técnicas complejas, como, por ejemplo, tocar un instrumento, dedicar el suficiente tiempo a una persona para poder así consolidar relaciones humanas… Todo esto requiere atención plena, tiempo generoso y lento… Requiere que aprendamos a calmar el cerebro para frenar nuestra tendencia a mirar hacia adelante y hacia atrás, en el futuro y el pasado, en vez de vivir en el presente.
Vivimos un momento de gran desconfianza en las instituciones y en los medios de comunicación, de polarización social y política, de auge de las informaciones falsas y manipuladas… ¿Hemos normalizado la incertidumbre?
Ponerse a la defensiva es una reacción muy humana frente a los cambios y las amenazas que percibimos que vienen de fuera. Ahora mismo vivimos un momento histórico, en parte debido a la revolución tecnológica, pero también debido a nuestra exposición a otras culturas, y a cambios muy rápidos y profundos en nuestra forma de tratarnos. Esto, junto a las posibilidades de manipulación de la información, ¿cómo no va a hacernos sentir inseguros, vulnerables? El cerebro humano, programado para sobrevivir, busca certezas y ama la estabilidad. En este sentido, estamos pidiendo a las personas un esfuerzo de adaptación literalmente sobrehumano. Me gusta cómo lo describe el pensador Yuval Noah Harari: «Las escuelas, tradicionalmente, construyen identidades fuertes como casas de piedra. Ahora necesitamos construirlas como tiendas de campaña, que puedas doblar y mover». Desde una óptica más optimista, le diría, sin embargo, que la mayoría no somos conscientes de los enormes avances de las últimas décadas… ¿Por qué? Juega un papel la tendencia de los grandes medios a destacar las malas noticias. Y también está el hecho de que, como explica claramente el escritor Hans Rosling, «hay miles de millones de mejoras de las que no se habla porque son demasiado lentas, están fragmentadas o son demasiado pequeñas por sí solas para ser noticia». Noticias, por ejemplo, como que cada día salen de la pobreza extrema miles de personas en todo el mundo, o que el 80% de los niños del mundo reciben actualmente algún tipo de vacuna, o que el 60% de las niñas en los países más pobres terminan la escuela primaria, o que la tasa de alfabetización en el mundo es del 80%… En todos los casos, estas cifras suponen mejorías enormes que se han dado en relativamente poco tiempo. Es el poder de los hechos. ¿Significa eso que el mundo es perfecto y que siempre seguirá mejorando? No, mejorar no es una inercia automática. Depende de la voluntad de todos nosotros, de cientos de miles de personas que, en todos los ámbitos, de forma pública o anónima, consiguen empujar las cosas en la dirección más constructiva. Y aunque esto siempre ha funcionado así –la mejora depende de la acción positiva repetida generación tras generación, del poder del individuo–, hoy en día creo que la gran diferencia es que ese individuo tiene, como ninguna otra generación anterior, más información y más poder para ayudar al cambio que nunca. Es apasionante vivir hoy, porque puedes hacer mucho bien (y por desgracia, mucho mal).
Al consumidor del siglo XXI le guía otra brújula que trasciende lo funcional y lo estético. Y, contra pronóstico de muchos, el inmemorial binomio calidad-precio. ¿Qué le está demandando a las empresas y qué le ha hecho más exigente?
Me gustaría creer que, en nuestra sociedad, tan diversa y tan profundamente desigual, realmente existe hoy en día, a gran escala, ese consumidor ideal del siglo XXI que ya es capaz de exigir a las empresas «algo más». ¡Ojalá ya fuera así! Claramente, lo que sí empieza a existir es una conciencia emergente de que los consumidores tenemos la fuerza, y el deber moral, de exigir ese producto éticamente sostenible. Y sin duda, la tecnología nos apoya en ese sentido: por ejemplo, yo espero con impaciencia que se haga posible la producción a gran escala de la carne artificial, para que así podamos, por fin, transformar a mejor la ganadería intensiva, que tantos efectos colaterales supone, empezando por la normalización de altos niveles de violencia hacia los animales no humanos.
Algunas voces hablan de la era de la ‘consumocracia’. ¿Podemos llevar a cabo «pequeñas revoluciones» a través del consumo?
«Como consumidores, es un imperativo moral exigir productos a imagen y semejanza del mundo en que quisiéramos vivir»
Yo llamo «pequeñas revoluciones» a ese poder que tenemos los humanos de cambiar las cosas silenciosamente, cotidianamente. Cuando hablo de las pequeñas revoluciones internas, me refiero a la capacidad y la voluntad de cambiar pequeños hábitos asentados, perniciosos, que nos llevan a tropezar una y otra vez con la misma piedra: formas de relacionarnos con los demás, de procrastinar, de comer mal, dormir poco o no hacer ejercicio, de resignarnos, perder la curiosidad, ser negativos… Los humanos estamos hechos de hábitos, y muchos pequeños hábitos pueden parecer inocuos, pero a veces nos impiden cambiar y crecer. Cambiar pequeños hábitos tiene un impacto grande en nuestras vidas a la larga. Pues bien, es evidente que esas mismas pequeñas revoluciones también podemos llevarlas a nuestros hábitos de consumo, y que cambiar esos hábitos, poco a poco, pero de forma consciente, afecta al sistema entero. No le quitemos pues importancia a qué producto consumimos hoy. En este sentido, tengo gran confianza en la generación milenial, porque en torno al 75% de ellos cree que las empresas tienen un papel social y medioambiental importante. Y ellos, más que nadie, pueden demandar que las empresas lleven a cabo sus propias pequeñas revoluciones, porque son una generación con más acceso que nunca a la información y con creciente capacidad para el pensamiento crítico. Por ello, confío en que serán más capaces de detectar y evaluar la autenticidad y la coherencia de una marca.
Cada vez más, grandes compañías se involucran en la vida política y social defendiendo su «punto de vista de marca» (brand point of view). ¿Están las empresas llamadas a liderar el cambio social?
Son las personas las que están detrás de las marcas y las empresas. ¿Somos los consumidores más activos y más educados de todos los tiempos? Sí. Las marcas se están transformando en consecuencia. Y creo que los últimos dos o tres años han sido importantes en este sentido. Pienso sobre todo en el impacto que han supuesto determinados movimientos políticos en el mundo, que han planteado con una claridad inusitada que no querían ser amables, éticos o compasivos. Son Gobiernos cuya meta es que gane el más fuerte, que desregulan los mercados y actúan de espaldas a las preocupaciones medioambientales y sociales, porque para ellos el progreso se mide en términos puramente cortoplacistas y monetarios. Claro que esta tendencia a aprovechar las oportunidades sin contemplaciones es algo innato en los humanos, pero rara vez la habíamos visto expuesta de forma tan descarada. Y a muchas personas les está sirviendo esto para darse cuenta de que quieren usar su poder individual para contribuir a otra visión del mundo. ¿Y qué lugar más lógico para hacerlo que reconsiderando qué productos, qué empresas apoyas, día a día? Así que las empresas, quieran o no, se convierten en portavoces de una determinada forma de ver el mundo. Y los consumidores, cada día más, pedimos datos transparentes para poder evaluar la coherencia del mensaje. Pretender que realmente no importa cómo se produce, se procesa y se distribuye un determinado producto es incoherente. Sí que importa. Somos cómplices de los productos que consumimos. Existen porque los consumimos. Ya sé que es difícil asumir esto y ser cien por cien coherente, porque te obliga a replantearte las cosas cada día, a buscar alternativas, a renunciar a placeres… No es fácil, pero merece la pena. Yo diría que es un imperativo moral no renunciar a nuestra responsabilidad como consumidores, exigir productos a imagen y semejanza del mundo en que quisiéramos vivir. En lo humano, a la coherencia entre acción y pensamiento la llamamos inteligencia emocional. Y una empresa, como una persona, puede y debe ser coherente.
Leo tus palabras: «No basta con pensar, ni siquiera con pensar positivamente. ¡Hay que ponerse manos a la obra!» Esto es: activar ese propósito. ¿Cómo?
Efectivamente, existe a veces un abismo entre cómo pensamos y cómo actuamos. Creo que es un reto personal y también social cerrar ese abismo. Y eso exige ponerse manos a la obra, hacer, ¡no solo pensar! El pensamiento sin acción nos lleva a la esterilidad de algunos planteamientos intelectuales. Pero la acción sin pensamiento tampoco es recomendable. Una parte del problema es que hemos cambiado muy bruscamente de creencias y modelos educativos. Se acabó el tiempo de los ciudadanos pasivos, que estaban a merced de dependencias, jerarquías inamovibles, grupos cerrados, información reservada… Hemos dado también una enorme importancia a la supervivencia física, y nos hemos abandonado en lo emocional. Un síntoma de ello es el desprecio que planea respecto a la mal llamada «autoayuda», incluso a la prevención de problemas emocionales, como si hacer, cambiar y transformar fuesen tareas que no nos incumben a todos. Desde el punto de vista individual, ¿cómo nos ponemos manos a la obra? Una de las principales cualidades de nuestra mente es la flexibilidad, la capacidad de adaptarnos. Pero el cerebro solo es flexible –los neurocientíficos lo llaman plasticidad cerebral– de la misma manera en que lo es nuestro cuerpo: ¡necesita entrenamiento! Mentalmente, si siempre haces lo mismo, dices lo mismo y piensas lo mismo, ¡nada cambia! Soy optimista: me parece que en el siglo XXI estamos aprendiendo a entrenar nuestra mente como aprendimos en el siglo XX a entrenar nuestro cuerpo. Queda camino por andar, pero estamos en ello.