Dr. José Gregorio Hernández Galindo
Certidumbres e inquietudes
En el Congreso de la República siguen aprobando reformas a la Constitución y leyes estatutarias, en materias de tanta trascendencia como la administración de justicia, sin una visión de conjunto sobre la integridad del sistema, ni acerca de las repercusiones futuras de disposiciones aprobadas con la precipitud y los afanes propios de quien quiere simplemente entregar resultados en el corto plazo.
No somos enemigos de las reformas y, por el contrario, hemos venido sosteniendo que, en algunas materias, las reglas vigentes merecen revisión. Tal es el caso de las que han permitido o facilitado que órganos de control que (como su función lo indica, y así lo dice la Constitución, deberían ser autónomos) terminen perdiendo toda independencia respecto del Gobierno. Es necesario emprender reformas que aseguren que a los altos cargos -en especial cuando se trata de la administración de justicia y a los órganos de control- se llegue por mérito, preparación, experiencia relacionada con las funciones, idoneidad, conocimiento, y no por afinidad familiar, ni por solidaridad partidista o recomendación política. Instituciones como la Fiscalía General, que -merced a bandazos, politización y equivocaciones- dista mucho de cumplir las finalidades para las cuales fue creada, merecen reforma. Lo propio acontece con el sistema de fueros, que ha venido dando lugar a que los aforados escojan, según su gusto y conveniencia, a sus jueces e investigadores.
Claro. Todo eso requiere examen reposado y serio, bien para introducir modificaciones constitucionales o reformas a la legislación, pero no podemos seguir expidiendo normas y más normas, sin orden ni concierto, para que sean incumplidas, manipuladas o mal interpretadas y peor aplicadas.
Las modificaciones al ordenamiento se requieren en toda sociedad, pero los órganos encargados de tramitarlas y aprobarlas deben entender que, al actuar, asumen una responsabilidad ante la historia, y que, en cuanto representantes del pueblo que los eligió, deben pensar, ante todo, en ese pueblo, que es el titular de la soberanía. En consecuencia, el poder de reforma constitucional y legal, no se debe improvisar según las conveniencias políticas, los intereses individuales o políticos, y menos a partir de modalidades de inducción como la que llamamos “mermelada”.
Las reformas que reclama el país deben ser introducidas con fundamento crítico y con espíritu de servicio público; pensadas y estructuradas con una mínima coherencia, dando prelación a lo que reclama el interés general; discutidas ante el país de manera transparente y clara -no aprobadas subrepticia e imperceptiblemente-, y, sobre todo, buscando elevar la calidad del sistema jurídico, de suerte que se corrijan los vicios, errores y falencias, en vez de profundizarlos o repetirlos.
Téngase en cuenta que la Constitución de 1991 ha sido reformada ya en cincuenta y seis oportunidades, muchas veces por razones de conveniencia coyuntural, mirando al corto plazo y no con la proyección de un futuro institucional establece, lo cual se ha traducido en no pocas contradicciones y en retrocesos -como lo fue, por ejemplo, la reelección presidencial-, “parches” que han impedido consolidar la vigencia efectiva de una Carta Política democrática, participativa y pluralista, y un ordenamiento legal acorde con los nuevos fenómenos que afectan a la sociedad y que exigen la respuesta y la actividad del Estado.