Por Daniel Samper Ospina
En un primer momento, cuando circuló el rumor de que algunos influenciadores digitales se lanzarían al Congreso, no me di por aludido, digo la verdad. Quiero decir: soy santafereño; soy periodista; me convertí en youtuber: ¿no acumulo suficiente desprestigio como para, encima de todo, aspirar al Congreso?
Pero esta semana he decidido cambiar la cámara con que grabo videos por la Cámara de Representantes: seguir el ejemplo de Katherine Ibargüen y dar el brinco al Congreso como he visto que amagan con hacerlo varios tuiteros que defendían como ciudadanos las causas que ahora deben impulsar como políticos. En una esquina, Wally y Beto Coral; en la otra, el señor Polo Polo; en el medio suenan Cathy Juvinao o Ariel Ávila. Cada uno de ellos emitía conceptos, en teoría independientes, sobre políticos que dentro de poco ya no serán personajes públicos a los cuales referirse, sino sus jefes: ¿opinaban entonces como políticos o la política es una enfermedad reciente?
Así las cosas, ¿no me convendría, acaso, involucionar de influenciador a senador, lanzarme por un partido que me reciba, bien sea ONIC, aunque no sea indígena, o Alianza Democrática Afrocolombiana, aunque no sea afro, y entrar en “condición de congresista” para que mi carrera como influenciador evolucione?
Porque, contrario a lo que pretenden hacer todos ellos, que es aprovecharse de su popularidad de personajes digitales para convertirse en congresistas, yo pretendo aprovecharme de mi condición de congresista para crecer en el mundo digital. Pero para lograrlo necesito dinero. Y la única manera de conseguir plata es convertirme en padre de la patria, ahora que modificaron la ley de garantías.
Hace dos semanas, la instagrammer Lina Tejeiro transmitió su celebración de treinta años: un exceso que parecía la fiesta de fin de año de Jorge Barón; Epa Polombia demostró en videos virales que tiene dinero de sobra como para contratar a Álvaro Uribe como imagen publicitaria de sus keratinas o tirar billetes desde un helicóptero; Andrea Valdiri, la célebre influenciadora de la costa, quiso vender entradas virtuales para observar la instalación quirúrgica de sus nuevos implantes: ser testigo de aquella laparoscopia full color costaba 70 mil pesos para quienes pagaran tiquete de gallinero, y 225 mil para los de platea porque, supongo, desde allí se alcanzaba a ver el píloro. Pero una asociación de cirujanos estéticos le puso coto a la idea, si se puede decir, y la pobre influenciadora quedó aplanchada. En todos los sentidos.
¿En qué momento cambió el mundo? Los famosos de ahora son unos desconocidos con millones de seguidores que triunfan por sus impresentables asuntos excéntricos. Hace unas décadas los famosos eran los famosos: seres humanos concretos y reconocibles que aparecían en televisión. Jairo Alonso, por ejemplo. Pacheco. Carlitos Pinzón. No pasaban de diez o doce, incluso contando a sus coequiperos: el doctor don Mauricio, que hacía las veces de VAR en el célebre concurso Caiga en la nota; Cristian Vega, “el Niño genio de la música”. O la bella Karina, asistente de Saúl García en Guerra de estrellas.
Pero ahora nos sumimos en este delirio de famosos irreconocibles; de congresistas que quieren ser youtubers, y youtubers que quieren ser congresistas en que cualquiera siente ganas de largarse del país, como Karen Abudinen.
Es el fin del mundo. Pero como de múltiples maneras he aprendido que la única forma de vencer a la época es sumándose a ella, he tomado la decisión de lanzarme al Congreso yo también.
Sí. Como se aproxima mi chequeo anual de la próstata, podría sacar a la venta boletas virtuales para quienes quieran observar de cerca esta experiencia digital. Digital en todos los sentidos.
Pero desde ya sé que sería un fracaso. Y por eso voy por más.
Me lanzo y me relamo mientras imagino que cambio favores por contratos. Seré vecino de puesto de la esposa del célebre exsenador Pulgar, que se lanzará por el Partido de la U para heredar los votos de su marido. Me pediré la curul de Roberto Gerlein y me la traeré a la casa, para dormir mejor. Saludaré de codo, y no de mano, a Ernesto Macías. Cantaré salsa con Arturito Char; tomaré clases de inglés para no ser menos que Gabriel Santos; le pediré un autógrafo a Catherine Ibargüen pero para estamparlo en una reforma a la justicia que no haya leído, como Simón Gaviria, y la obligaré a que aprenda nuevas técnicas de salto triple de la mano de Armandito Benedetti: su colega que saltó del uribismo al santismo, y del santismo al petrismo sin que el juez le levantara bandera roja. Le ordenaré a Anatolio que vote “Sí”, pero para salvar la JEP. Y me dedicaré a apoyar leyes que en verdad sean útiles para el país, como lo ha hecho este mismo Congreso. De ese modo, el día que regresen las protestas, podré decir a los manifestantes, mirándolos a los ojos, que no hay matrícula gratuita, pero que el carriel es patrimonio inmaterial de la humanidad; que modificamos la ley de garantías para legalizar la compra de votos, pero que declaramos al yipao patrimonio cultural; que prohibimos la protesta social, pero creamos el Día Nacional de Estercita Forero. Y que descubrimos a Anatolio.
Pero sobre todo: en medio de esta decadencia, aprovecharé que Duque hizo trizas la ley de garantías y conseguiré negocios millonarios. Tiraré billetes desde un helicóptero. Mi fiesta de cincuenta años será con el grupo Niche, incluso con Iván Duque y sus vallenatos. Y seré el influencer más grande de Colombia para que nadie eché de menos a Saúl García o a Pacheco: a lo sumo a Cristian Vega, “el Niño genio de la música”.
Por Los Danieles