Por ethic – David Cardiel @davidlorcardiel
El reconocido filósofo y jurista Luigi Ferrajoli (Florencia, 1940) publica en España ‘Por una Constitución de la Tierra’ (Trotta), un ensayo donde insiste en una propuesta particularmente llena de esperanza: la de una unificación pacífica de todos los pueblos del planeta bajo unos principios de convivencia y de gobierno político universales. Conversamos con el pensador italiano con la mirada puesta en la actualidad, el futuro inmediato y los peligros que acechan a la especie humana.
Acaba usted de publicar en España Por una Constitución de la Tierra (Trotta), un ensayo donde propone una carta magna para todo el planeta. ¿Cómo surgió la necesidad de esta singular propuesta?
He sostenido la necesidad de una extensión del paradigma constitucional al derecho internacional y a las relaciones de mercado en muchos otros trabajos anteriores, desde Principia iuris a Constitucionalismo más allá del Estado. Es una extensión requerida por dos tipos de razones. En el plano teórico y jurídico viene impuesta por el carácter supranacional y universal del principio de la paz, de los derechos fundamentales y del principio de igualdad establecidos por la Carta de la ONU y las diversas cartas de los derechos humanos, cuya inefectividad depende de la total y culpable ausencia de las correspondientes garantías. En el plano práctico y político, aquella se hace necesaria y urgente por los desafíos globales –sobre todo por el calentamiento climático y la amenaza nuclear– de los que depende la supervivencia de la humanidad. La novedad del libro es la explícita formulación del proyecto, acompañada del bosquejo de un texto constitucional en 100 artículos, escrito con el fin de hacer ver que tal Constitución global es posible.
«La idea del enemigo, que está en la base de todos los nacionalismos, es el verdadero obstáculo al proyecto de una federación de los pueblos»
Comienza retomando la propuesta kantiana de formar un «Estado de pueblos». ¿Cree que es posible a pesar de la manera en la que se sostienen los Estados y las culturas, muchas veces bajo una permanente retórica de oposición y enfrentamiento con otros?
La idea del enemigo, que está en la base de todos los nacionalismos, es el verdadero obstáculo al proyecto kantiano de una federación de los pueblos. Los nacionalismos identitarios –de tipo étnico, lingüístico, religioso y similares– son los verdaderos enemigos del constitucionalismo global. Estos se defienden y cultivan por sus respectivas clases políticas como fuentes de legitimación de sus míseros poderes regionales o nacionales, además de por los poderes económicos y financieros globales, que obviamente se oponen a la construcción de una esfera pública global a su altura, por la que serían limitados. Naturalmente, el rechazo de estos nacionalismos agresivos, fundados en la recíproca exclusión y en la intolerancia, no excluye en modo alguno –por el contrario, implica– el reconocimiento del valor de las distintas identidades nacionales, políticas y culturales. Entre la convivencia de los pueblos y sus diferencias nacionales existe la misma relación que se da entre la convivencia pacífica de las personas y sus diferencias personales. Así como la convivencia pacífica de las personas se basa en el igual valor y dignidad asociados a todas las diferentes identidades que hacen de cada persona un individuo diferente de cualquier otro y de cada individuo una persona igual a las demás, del mismo modo la convivencia pacífica de los pueblos se basa en el igual valor. De ahí el respeto de todas las diferentes identidades nacionales, religiosas, lingüísticas y culturales que conviven sobre la tierra, dentro de ese único pueblo heterogéneo, mestizo y diferenciado que es la humanidad.
Hay una idea que repite a menudo en el libro, y es que la humanidad se encuentra en una encrucijada. Nombra las armas nucleares, la pandemia del coronavirus, la guerra, la crisis climática… ¿Nos encontramos, entonces, en un momento decisivo para la civilización humana?
Tengo el convencimiento de que la humanidad está atravesando el momento más decisivo y dramático de su historia. Hasta hoy, nunca había sucedido que el género humano estuviera en riesgo de extinción. En los años 1945-1949 –cuando en Italia y en Alemania entraron en vigor las primeras constituciones rígidas y se escribieron la Carta de la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos–, los desafíos y las catástrofes globales que ahora amenazan el futuro de la humanidad no eran siquiera concebibles. Los problemas que suscitan estos desafíos no son, ni pueden ser, afrontados por las políticas nacionales, ancladas en los estrechos espacios de las circunscripciones electorales y en los cortos plazos de las elecciones y los sondeos. Por otra parte, es bien difícil que ocho mil millones de personas, 196 Estados nacionales –diez de los cuales cuentan con armamento nuclear–, un anarcocapitalismo voraz y depredatorio y un sistema industrial ecológicamente insostenible puedan sobrevivir a la larga si el pacto de convivencia estipulado con la Carta de la ONU no se refunda mediante la introducción de garantías adecuadas.
Usted, a diferencia de otras posturas, habla de lo colectivo desde el peso de la identidad y la conciencia. Por ejemplo, afirma que el ser humano, en general, tomó conciencia de su poder autodestructivo tras la detonación nuclear de Hiroshima en 1945. ¿Podemos inducir cambio sobre el sistema o, por el contrario, considera que, a pesar del libre albedrío, estamos condicionados a él?
Durante casi medio siglo, después de los horrores de Hiroshima y Nagasaki, la idea de una guerra mundial ha sido un tabú. El equilibrio del terror ha garantizado la paz, cuando menos en Europa. Hoy, frente a la agresión rusa en Ucrania, se habla irresponsablemente de un posible, aunque improbable, uso de armas atómicas. Estamos asistiendo a un sueño de la razón, que se manifiesta también en la sustancial inercia de los gobiernos frente al creciente calentamiento global, destinado a hacer inhabitable el planeta, si es que no se frena mediante un nuevo pacto de convivencia. A propósito de esta inconsciente irresponsabilidad, no hablaría de «libre albedrío» de los seres humanos. Seguramente, las personas y los pueblos están por la paz y por su supervivencia. Son los poderes arbitrarios y salvajes de los Estados soberanos los que, de no ser limitados por una Constitución de la Tierra, pueden llevarnos a la ruina.
«Son los poderes arbitrarios y salvajes de los Estados soberanos los que, de no ser limitados por una Constitución de la Tierra, pueden llevarnos a la ruina»
También habla del «fracaso» de los Estados en la gestión de emergencias como la del coronavirus, teniendo en cuenta que hasta 2024 no llegarán las vacunas a todos los rincones del planeta. ¿Cómo considera que debería comportarse y estructurarse un buen Estado democrático?
El fracaso –inevitable– de los Estados nacionales está a la vista de todos. El coronavirus no conoce fronteras, y ha puesto de manifiesto nuestra fragilidad y la profunda desigualdad en la distribución de las vacunas. De ello hay que extraer dos enseñanzas elementales: la interdependencia de todos los pueblos de la Tierra –manifestada por la rapidez de los contagios– y la necesidad de una esfera pública global (es decir, de un servicio sanitario mundial, universal y gratuito, además de público, que solo una Constitución de la Tierra puede instituir). Un buen Estado democrático debería, cuando menos, promover este constitucionalismo global de carácter sanitario. No obstante, y aunque sería deseable, es bastante improbable que los Estados más ricos –aunque (y quizá porque) democráticos– envíen gratuitamente a los países pobres vacunas y ayuda sanitaria, que son siempre insuficientes para sus poblaciones.
Usted nombra en el libro la crisis climática como uno de los grandes retos de la humanidad. Acaba de terminar una nueva Cumbre por el Clima y una reunión del G-20, y mientras países como China e India apuestan por los combustibles fósiles, gran parte de África tiene proyectos hasta 2050 para construir plantas nucleares que podrían utilizarse para fabricar el tipo de armas de gran destrucción antes mencionadas. ¿Hay una desconexión política ante el desastre que se avecina?
Los acuerdos sobre el clima son obviamente apreciables, pero mientras no cuenten con el sustento de potentes vínculos jurídicos, están destinados a permanecer sobre el papel y a ser derogados por las políticas cotidianas, ligadas a los problemas locales y contingentes de los que depende el consenso electoral. Pero, sobre todo, como se dice en la pregunta, prevalecen las políticas miopes, que sustancialmente ignoran la gravedad de los peligros a los que nos exponen.
¿Por qué sería necesaria una Federación de la Tierra? ¿En qué se convertirían los Estados-nación si se erigiese ese organismo?
Una federación de la Tierra es necesaria porque los problemas globales imponen garantías globales que solo pueden ser aseguradas por funciones e instituciones globales. Los Estados nacionales se transformarían en Estados federados, titulares sobre todo de las funciones políticas de gobierno, relativas a lo que he llamado la «esfera de lo decidible». A escala global, en cambio, lo que hay que garantizar es lo que he llamado «esfera de lo no decidible», a través de instituciones y funciones de garantía, como por ejemplo un servicio sanitario planetario y una educación igualmente universal y gratuita capaz de asegurar, sobre la base de una relación de subsidiariedad, la salud, la educación, la alimentación básica y la subsistencia de todos los seres humanos.
¿Una Federación de la Tierra no podría dar lugar a ínfulas totalitarias de consecuencias globales? ¿Es factible un planteamiento democrático de esta organización propuesta con un correcto funcionamiento, a juzgar de las derivas en las que se rigen los Estados como hoy por hoy los conocemos?
Como he dicho, a escala global se necesitan instituciones de garantía y no instituciones de gobierno: en primer lugar, las instituciones de garantía primaria para la tutela de los derechos sociales, como los derechos a la salud, a la educación y a la subsistencia, y de los bienes fundamentales, como el agua potable, el aire, los grandes bosques y los grandes glaciares; en segundo lugar, las instituciones de garantía secundaria, es decir, las jurisdicciones supranacionales. No existe el peligro de un totalitarismo global. Para todas las instituciones de garantía –tanto para las primarias como para las secundarias– vale lo que ya escribiera Alexander Hamilton: «El judicial […] no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro» y, por eso, «es, sin comparación, el más débil de los tres poderes del Estado». Lo mismo puede decirse, con mayor razón, de un servicio sanitario global o de otras instituciones globales de garantía primaria, que, obviamente, no pueden amenazar a las funciones políticas de gobierno de cualquier nivel.
«Prevalecen las políticas miopes, que sustancialmente ignoran la gravedad de los peligros a los que nos exponen»
¿En qué aspectos considera usted que la ONU ha fracasado? ¿Se trata de un instrumento armonizador de naciones o justificador de decisiones globales?
La ONU ha quebrado por muchos motivos: porque su carta estatutaria no es una constitución rígida (es decir, supraordenada a todas las demás fuentes y garantizada por un Tribunal Constitucional global); porque es contradictoria y ha mantenido «la igual soberanía de los Estados» y sus distintas ciudadanías y porque, en definitiva, no ha previsto las instituciones y las funciones de garantía primaria de los derechos fundamentales cuya creación es necesaria para dotar de efectividad a los derechos y a los demás principios de justicia.
Dedica también una parte importante del ensayo a lo que denomina un «constitucionalismo de los mercados». Es decir, a su regulación.
La obra maestra ideológica del liberalismo fue la concepción de los poderes económicos como libertades del mismo tipo que la libertad de prensa o de reunión y del mercado como lugar de libre intercambio. En realidad, sin embargo, se trata de poderes que, de no estar sujetos a límites y a controles constitucionales, degenerarán en poderes salvajes, destructivos del medio ambiente natural, como estamos viendo. Ellos se han convertido en los verdaderos y nuevos soberanos: absolutos, invisibles, impersonales, anónimos, irresponsables.
¿En qué medida nuestros retos internos, como especie y dentro del planeta, y los externos, los que pueda traernos una futura y creciente actividad en el espacio, requieren de la unidad de los terrestres?
La unidad del género humano ya es un hecho. Hace sesenta años éramos poco más de dos mil millones, pero lo que sucedía en la otra parte del mundo resultaba para nosotros en gran parte desconocido o indiferente. Hoy somos ocho mil millones, pero estamos incomparablemente más unidos: porque estamos en gran parte interconectados; porque a todos nos gobierna la globalización económica y porque todos estamos expuestos a idénticos desafíos y catástrofes. Nuestras divisiones son todas artificiales, determinadas por viejas fronteras y defendidas por nuestras clases políticas.
Entrevista traducida al español por Perfecto Andrés Ibáñez.