Puede que en pocas cosas estén de acuerdo derechas e izquierdas en estos últimos años, pero si hay algo que no discuten es la idea de que el mundo «se ha polarizado». Los debates se han vuelto abruptos y la polarización es la clave a la que siempre se recurre tanto para explicar las grandes cuestiones del momento como para justificar esa atmósfera enrarecida. Sin embargo, antes de dar por bueno que ese es el estado del mundo, cabría preguntarse de qué se habla cada vez que se la menta y si el presente está o no más polarizado que el pasado. La realidad es demasiado compleja como para resumirla en una palabra de moda.
Por David Jiménez Torres – ethic
Primer diagnóstico: en los últimos años ha aumentado el grado de polarización política en las democracias occidentales. Segundo diagnóstico: esta polarización es dañina para dichas democracias.
Paradójicamente, estos diagnósticos concitan hoy en día un acuerdo transversal. En las derechas, en las izquierdas y en los centros se pueden encontrar voces que señalan que la polarización se está agravando y que esto es algo malo. También coinciden en cuanto a qué quieren decir cuando hablan de polarización. En su versión más básica, se trataría de una fuerte identificación partidista que conlleva un rechazo igualmente fuerte hacia quienes albergan convicciones distintas. Una actitud que, además, volvería más atractivos los planteamientos extremos cercanos que los planteamientos moderados del otro lado.
La transversalidad del diagnóstico no es solo ideológica, sino también geográfica. En El ocaso de la democracia, Anne Applebaum analiza los «movimientos políticos polarizadores del siglo XXI» que se estarían produciendo en países de historias y culturas políticas tan distintas como Estados Unidos, Polonia, el Reino Unido y España. Es más, la polarización ya no es el punto de llegada de muchos análisis, sino su punto de partida para explicar toda suerte de acontecimientos políticos: empiezas con la polarización y acabas con Trump, o con Podemos, o con el referéndum del Brexit.
La que podríamos llamar «tesis de la polarización» ha rebasado, en fin, el ámbito de los trabajos especializados. Para muchos, dentro y fuera de la academia, supone uno de los principales fenómenos de nuestro tiempo. Sin embargo, precisamente por esto conviene hilar fino en este asunto. Y, sobre todo, plantear las dudas razonables que surgen cuando se emplea un término tan genérico para explicar acontecimientos actuales, o para predecir hacia dónde nos encaminamos.
La polarización debilitaría esa fe en lo que los distintos grupos políticos comparten y facilitaría que algunos movimientos se saltaran las reglas compartidas
Es cierto que el planteamiento fundamental de la «tesis de la polarización» es sólido. La llegada de las redes sociales ha facilitado la creación de cámaras de eco en las que los ciudadanos solo consumen información y opiniones que refuerzan sus creencias. Y existen indicadores objetivos –sobre todo en Estados Unidos– que dan fe de una clara polarización política en los últimos tiempos. En su libro de 2012, La mente de los justos, Jonathan Haidt explicó que en los años anteriores había aumentado el número de votantes que se identificaba como republicano o como demócrata y había descendido el de quienes lo hacían como independientes. Y si esta tendencia ya estaba en marcha durante la presidencia de Barack Obama, la de Donald Trump llevó la polarización a nuevas cotas, como se vio con las delirantes teorías sobre un fraude electoral en las presidenciales de 2020 –y su corolario: el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021–.
También es sólida la explicación de por qué esto tendría un efecto negativo sobre las democracias. En la médula de estas se encuentra la fe en los contrapesos y en una cierta neutralidad institucional. La democracia liberal no es un juego de suma cero, en el que si un bando está ganando los demás están automáticamente perdiendo. Hay toda una serie de límites y de reglas de juego cuya observancia beneficia a todos. La polarización, sin embargo, debilitaría esa fe en lo que los distintos grupos políticos comparten y facilitaría que líderes o movimientos decidieran saltarse las reglas compartidas: todo vale con tal de que ganen los míos. Los peligros que esto entraña han sido advertidos por Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes Codera en Ellos, los fascistas: la principal amenaza para las democracias en el siglo XXI no son golpes de Estado neofascistas, sino el vaciamiento de sus contenidos sustantivos. E incluso si esto consigue evitarse, el proceso de las guerras culturales erosiona de otras formas. En un artículo publicado en el número 54 de esta revista, Diego S. Garrocho explicó que existen pocas dinámicas tan empobrecedoras como la perpetuación de un pensamiento anti.
Dicho esto, cabe plantear una serie de dudas. La primera tiene que ver con la pretendida novedad del fenómeno: ¿realmente estamos más polarizados hoy que en épocas anteriores? Volvamos sobre La mente de los justos de Haidt: a lo largo de sus páginas, el autor explica los mecanismos psicológicos mediante los cuales «las personas se unen a bandos políticos con los que comparten narrativas morales, y una vez que han aceptado una narrativa particular, se ciegan a otros mundos morales distintos». Pero estos mecanismos se habrían forjado durante siglos –incluso milenios– de evolución. Entonces, ¿cuál es la novedad del tiempo actual?
Arias Maldonado sugiere que para ser virtuosa, la democracia liberal debe seguir funcionando como si la racionalidad política existiera
Manuel Arias Maldonado expuso una duda parecida en La democracia sentimental: muchos hallazgos recientes desde distintas disciplinas cuestionan que exista siquiera un comportamiento claramente «racional» en las actitudes políticas. Los mecanismos polarizadores que hoy en día emplean los estrategas políticos (resumido por el célebre Iván Redondo: «Primero me emociono y luego pienso») no supondrían una novedad sino, como mucho, una aceleración. La propuesta de Arias Maldonado, por cierto, resulta muy sugerente: para ser virtuosa, la democracia liberal debe seguir funcionando como si la racionalidad política existiera, incluso si sospechamos que no lo hace, o que la polarización ha dado al traste con ella.
Estas miradas desde la psicología o la ciencia política se pueden complementar con vistazos al pasado. Y no es necesario remontarse ni a las guerras de religión ni a los extremismos del siglo XX. El peronismo reivindicado por un sector de la izquierda europea en los 2010, con su división retórica entre el pueblo y la élite, no es ni mucho menos un movimiento reciente. Y, por ceñirnos al caso español y a la etapa democrática, ¿está España más polarizada hoy que durante la última legislatura de Felipe González (los escándalos de corrupción, el anuncio del dóberman), o durante la segunda legislatura de José María Aznar (el No a la guerra)?
También hay que plantearse dónde termina el pluralismo y empieza la polarización. O, más bien, si este segundo término no se emplea en ocasiones para desactivar debates perfectamente legítimos. ¿Y si, en una situación polarizada, uno de los bandos lleva la razón y el otro no? ¿Cómo lo podríamos saber si no entramos en el fondo del asunto, si no vamos más allá del «todo está muy polarizado»? Cualquier lector de Sobre la libertad, de John Stuart Mill, debería sentirse incómodo ante esta manera de cerrar debates en falso. O, también, ante la forma en que a menudo se acusa al adversario de fomentar la polarización como manera de deslegitimar su postura. Sobre ello ironiza Daniel Gascón en una de las viñetas recogidas en Fake News: «Si todos pensarais como nosotros, no tendríamos este problema de polarización».
Luego está el asunto de adónde conducen las dinámicas polarizadoras… y adónde no. Porque no todos los repliegues autoritarios de las últimas décadas guardan relación con este fenómeno. Vladímir Putin, por ejemplo, no llegó al poder ni desmanteló los contrapesos de la frágil democracia post-soviética mediante la polarización. Su receta fue mucho más clásica: el autoritarismo se vuelve atractivo en un contexto de caos económico y social. Lo mismo ocurre con el rearme nacionalista –y expansionista– en culturas aquejadas de una gravísima nostalgia imperial. Añade a todo esto un uso del poder lo suficientemente brutal y ya tienes tu autocracia.
Entre el 43% y el 54% de los estadounidenses creen que es «probable» que haya una guerra civil en su país en los próximos diez años
Si la polarización no es un ingrediente sine qua non para un repliegue autoritario, tampoco parece suficiente como para conducir a otro de los escenarios que han recibido atención en los últimos tiempos: el de la guerra civil. Esto es algo que se debate abiertamente en Estados Unidos: según varias encuestas recientes, entre el 43% y el 54% de los norteamericanos creen que es «probable» que haya un conflicto de este tipo en su país en los próximos diez años. No es raro encontrar actualmente en sus librerías títulos como The Next Civil War, de Stephen Marche.
Pero seamos serios. Para que estalle una guerra civil se necesita una quiebra infinitamente más grave que la que se vive actualmente en Estados Unidos. Un escenario verdaderamente guerracivilista requiere que la fractura social se reproduzca en el seno de las fuerzas armadas o las fuerzas del orden. Sin esto, el escenario más grave sería el de la creación de milicias; pero los Leviatanes modernos, con sus servicios de inteligencia y su avanzadísimo armamento, parecen especialmente bien preparados para desactivar con rapidez este tipo de amenaza.
En definitiva, y como bien señalaron Javier Rodrigo y David Alegre en Comunidades rotas, «una guerra civil no es una metáfora». Por esto, quizá la clave fundamental de nuestra época no sea la polarización, sino el profundo cambio que se ha producido en nuestra relación con la violencia. Incluso si estamos más polarizados que nunca, también somos mucho menos proclives a matar y morir por una causa que en el pasado. No es que esto deba tranquilizarnos; es que debería hacernos sentir afortunados.