Las marchas del 20

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En lo que constituye una actitud inusitada en un jefe de Estado, Petro se ha puesto en el plan de desestimar, desacreditar y deslegitimar las expresiones de protesta que se vivieron en Colombia este 20 de junio.

En una democracia ideal, las calles no deberían ser un termómetro. Para eso la democracia creó instituciones que son las encargadas de representar el sentir de los ciudadanos. Las elecciones, por ejemplo, son el momento en el que cada uno tiene el derecho a decir quién debe dirigir los destinos del Estado. También está el Congreso, en donde cada sector de la sociedad tiene un representante, para que sea su voz en las decisiones más importantes del país. En ese mundo ideal, la utilidad de la calle es relativa: a veces se utiliza como expresión de un momento de indignación o de inconformidad de la sociedad, pero también, en algunos casos, se convierte en instrumento de populistas para conseguir de una manera autocrática sus fines.

Sin embargo, las masivas marchas del martes, en las que los ciudadanos expresaron su descontento con el rumbo del gobierno de Petro, tienen un impacto particular: dejaron al mandatario sin argumentos para imponer a la “fuerza” su parecer. La convocatoria del martes fue ampliamente superior a las tres que ha hecho el propio Petro como presidente, en momentos estratégicos, con la idea de presionar a los congresistas para que aprobaran las reformas a la salud, laboral y pensional. Petro, sin duda, perdió el pulso en las calles.

Eso no es poca cosa para nuestra democracia. La intención del Presidente, expresada centenares de veces por él mismo, de presionar e intimidar a las instituciones mediante el recurso de “la calle” para que se aprobaran sus reformas, afortunadamente ha sido en vano. Distintos sectores estaban ciertamente atemorizados de actuar a su voluntad ante la supuesta fuerza de Petro en las calles. Este país, al que tan duro le damos, ha resultado ser más maduro y sólido de lo que creíamos. Las marchas del martes le pusieron un tatequieto a Petro en su creciente aventura populista.

Dicho esto, para resguardar la salud de la democracia, no deberían volverse costumbre las marchas. La democracia tiene sus conductos institucionales, y afortunadamente las decisiones no se toman midiendo quién saca más gente a la calle o quién hace más bulla. Sin embargo, en lo que constituye una actitud inusitada en un jefe de Estado, Petro se ha puesto en el plan de desestimar, desacreditar y deslegitimar las expresiones de protesta que se vivieron en Colombia este 20 de junio.

Lo peor fue la arremetida del viernes cuando, refiriéndose a la ciudadanía que marchó en ejercicio pacífico de sus derechos, los tildó de “una clase media arribista”. Y en una expresión que solo puede calificarse de delirante, comparó a quienes salieron a marchar con quienes en 1851 se opusieron a la abolición de la esclavitud.

Esos señalamientos dejan muy mal parado al Presidente y aún más preocupado al país. Tales expresiones ponen en duda, incluso, la estabilidad emocional del mandatario.

Mal hace el Presidente, quien juró ser el gobernante de todos los colombianos, en promover ahora la división y el enfrentamiento entre nosotros. Sobre todo con argumentos tan pobres. Aquella alusión al Pacífico y al Caribe (zonas donde tuvo muy alta votación) en contraste con Medellín y los Santanderes (donde siempre ha habido mayores dudas sobre su proyecto) no es más que un intento de enfrentar a colombiano contra colombiano.

Igual línea sigue la absurda e irrespetuosa clasificación social que él atribuye a quienes marcharon. No queda bien que un Jefe de Estado, de quien la Constitución dice que simboliza la unidad nacional, insulte y menosprecie a una parte de la población solo porque no concuerda con sus políticas.

No vamos a decir que el Presidente tiene que estar de acuerdo con los que marcharon o adoptar así no más lo que piden. Pero podría tratar de buscar puentes con esa parte de Colombia que hoy tiene desacuerdos con el rumbo de las cosas. Si lo hiciera, tal vez encontraría puertas abiertas para concertar reformas con un enfoque plural, que seguramente recibirían la aprobación del Legislativo. Lo que él ha pretendido, que el Congreso simplemente les ponga un sello a sus reformas porque ganó las elecciones, no va a ocurrir y eso ya debería ser claro.

En el ejercicio del poder, el peor error que se puede cometer es ponerse una venda en los ojos, ignorar las inconformidades, hacer caso omiso de las voces críticas, y rodearse únicamente de quienes todo lo alaban y todo lo aprueban. Es lamentable que el Presidente haya elegido la segunda vía, y que haya elegido hacerlo de modo agresivo e irrespetuoso.

Si se quitara la venda de los ojos, tal vez se daría cuenta de que muchos obreros y muchas señoras de los tintos también salieron, y están muy preocupados por su suerte en un horizonte lleno de incertidumbres.

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