Para que el Estado -en particular, si se proclama democrático- tenga sentido como organización política de la sociedad y pueda alcanzar los objetivos y realizar los valores que ella procura, resulta indispensable que las instituciones funcionen, es decir, que los principios y normas contemplados en ejercicio de la soberanía -por la Constitución- sean aplicados, inclusive en el evento de una crisis o en épocas turbulentas o especialmente complejas.
No podemos hablar de una democracia auténtica si, a partir de una coyuntura especialmente difícil, desbaratamos todo y volvemos a comenzar, sin dar oportunidad de operación al sistema de frenos y contrapesos, equilibrio y mutuos controles; sin que las soluciones institucionales tengan lugar, provocando o promoviendo vías de hecho ajenas al orden jurídico.
Así, ante la grave situación generada por la imputación de varios delitos al hijo del presidente de la República y a su expareja, cuando no se tiene nada claro -apenas iniciado el proceso penal- y solamente con base en confusas declaraciones y pruebas aún desconocidas en su integridad, no valoradas ni confrontadas por los jueces competentes, no es lo más democrático salir a proponer la renuncia del presidente o un juicio político en su contra, sin mayores elementos de juicio.
Hay que dejar que las instituciones operen. Desde luego, nadie está por encima del ordenamiento jurídico. Quien haya delinquido debe responder y se le debe aplicar con todo rigor la consecuencia penal correspondiente. Pero eso no se decide en las salas de redacción o las carátulas de los medios de comunicación, en los micrófonos, ni en las redes sociales, ni en una encuesta, sino en los estrados. Una vez culminado el proceso penal, mediante sentencia, con plena garantía del debido proceso, del derecho de defensa, del derecho a la prueba, la valoración y análisis de lo que se entienda probado según la ley.
Ahora bien, lo único que hasta ahora ha tenido lugar en el proceso, además del innecesario espectáculo de la captura, ha sido la imputación y la decisión judicial sobre medida de aseguramiento, sin privación de la libertad, aunque con las naturales restricciones a los imputados. Nada más.
Hay un asunto todavía más importante, y de interés público. Acerca de si a la campaña de Gustavo Petro ingresaron dineros mal habidos, y si el candidato y su jefe financiero tenían conocimiento, o si fueron excedidos los topes electorales, tampoco hay ninguna claridad, pruebas, ni decisiones judiciales o administrativas. Especulación, choques mediáticos entre opositores y amigos del Gobierno. Nada establecido. Ninguna certidumbre pública sobre lo ocurrido, aunque -a no dudarlo, por la salud del país y de su democracia, para la tranquilidad del electorado y por la legitimidad del Gobierno- las instituciones deben operar. Todo debe ser investigado a fondo, con pruebas, con fundamento, con garantías y pronto por las autoridades competentes. No puede haber impunidad.
La Constitución debe ser aplicada. Debe ser ejercido el control jurídico, y también el político a cargo del Congreso, pero no con base en los endebles elementos de los que hasta ahora se dispone. En la Constitución están previstas las consecuencias, si los hechos en referencia se acreditan. Que operen las normas.