LAS MARCHAS DEL GOBIERNO: PAN PARA HOY Y HAMBRE PARA MAÑANA

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Por El Heraldo

La movilización plantea asuntos que el Gobierno no puede desconocer. ¿Está en capacidad de dar respuesta o de resolver las demandas de quienes marchen? ¿Entiende que debe priorizar un acuerdo nacional con consensos para sacar adelante sus reformas en el Congreso? No vaya a ser que los manifestantes se sientan instrumentalizados o estafados, luego. La calle es un aglutinador de esperanzas de sectores descontentos que, en últimas, somos todos, pero los vientos de cambio, ahora lo sabemos, también necesitan capacidad de negociación, conciliación y alianzas. De lo contrario, solo son útiles para ondear banderas.

En Colombia sobran razones para marchar. No hace falta ponerse creativo para encontrar motivos de peso que movilicen a la gente a las calles para exigir soluciones de fondo a las crisis sociales, económicas, de seguridad o de otra índole que se nos superponen en distintos niveles. Es de elemental certidumbre señalar, entonces, que todos tendríamos justificaciones para manifestarnos. Ahora bien, valorando el significado de esta expresión de participación ciudadana, resultado de lo que debe ser una sociedad madura, dinámica en términos democráticos, cabe preguntarse si la movilización de este 27 de septiembre, convocada por el Gobierno nacional, de forma activa y pasiva, se enmarca en este propósito, es una competición de fuerza con la oposición o responde a unos intereses señalados por la actual agenda electoral.

Hasta ahora los mensajes de convocatoria en tono de arenga o proclama compartidos por el presidente, sus ministros y congresistas más cercanos, a través de los canales oficiales, confirman que la estrategia en marcha combina un poco de todo. También dejan al descubierto inquietantes actuaciones en las que estaría incurriendo el Ejecutivo que parece olvidar u obviar que el fin no siempre justifica los medios. Sería ingenuo creer que el jefe de Estado que ha sabido capitalizar a su favor el cúmulo de emociones enconadas en las calles, como se evidenció durante el estallido social de 2021, no acudiría a esta fórmula tan suya para tratar de reposicionarse ante una opinión pública en retirada, que según una reciente encuesta reprueba su gestión en un 63 %.

En efecto, los tiempos que corren son difíciles. En particular, para los ciudadanos de a pie, atrapados en la mitad de desgastantes disputas entre Gobierno y el que piense o actúe distinto a él. Cada sector decidido a imponer su única forma de entender una realidad compleja en sí misma, por lo diversa o diferente que es, ha diezmado el ánimo de una sociedad que se debate entre la incertidumbre, el miedo o el hartazgo. A pocas semanas de las elecciones regionales, lo cual no debería pasar de agache porque existe un serio riesgo de posible participación en política del presidente Petro o de sus allegados, la convocatoria viene a azuzar todavía más discordia.

Dependiendo de dónde o de quién proceda la soflama, la movilización alentada desde ministerios y entidades oficiales, también desde sectores sociales afines al Gobierno, como sindicatos, grupos étnicos y organizaciones campesinas, a los que les asiste el legítimo derecho a manifestarse, abarca un extenso listado de reivindicaciones, todas en clave de pulso político. Como en botica, por un lado, se defiende la educación como derecho, el trabajo decente, un sistema de salud digno, la cultura, la justicia social y ambiental. Por otro, se exige la reducción de las tarifas de energía, mientras se demanda la aprobación de las reformas que lucen estancadas en el Congreso por la falta de desenvolvimiento político del Ejecutivo. Ante la ausencia de consensos, el Gobierno cambia de enfoque, saca el debate de su espacio natural, lo instala en medio de la agitación social de las calles para presionar a los legisladores, sin medir sus efectos.

En un ambiente tan enrarecido en el que el hostigamiento a los empresarios o a los medios de comunicación es un asunto habitual, tanto que forma parte de las motivaciones de esta jornada, conviene precisar que el sentido democrático de las marchas no está en duda. El punto de quiebre surge por la cuestionada independencia de movimientos sociales que se han plegado a ellas por su cercanía con el Ejecutivo, por la difícil separación de roles del mismo Gobierno que aparece como el financiador de algunos de los grupos que en ellas participan e, incluso, por el momento electoral que se cruza con la movilización, y en el que existe un interés del Ejecutivo por respaldar a sus candidatos ante la que se anticipa como una sonada derrota del progresismo.

En todo caso, la movilización plantea asuntos que el Gobierno no puede desconocer. ¿Está en capacidad de dar respuesta o de resolver las demandas de quienes marchen? ¿Entiende que debe priorizar un acuerdo nacional con consensos para sacar adelante sus reformas en el Congreso? No vaya a ser que los manifestantes se sientan instrumentalizados o estafados, luego. La calle es un aglutinador de esperanzas de sectores descontentos que, en últimas, somos todos, pero los vientos de cambio, ahora lo sabemos, también necesitan capacidad de negociación, conciliación y alianzas. De lo contrario, solo son útiles para ondear banderas.

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