Esta semana se han cumplido 8 años desde que Naciones Unidas aprobara la Agenda 2030. Líderes mundiales se han dado cita en la asamblea general de la ONU en Nueva York para debatir sobre sus objetivos y acelerar su cumplimiento. Un buen momento para preguntarse por qué, a pesar de sus metas loables, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) han despertado recelos a ambos lados del espectro político
Por Ramón Oliver
Aunque cuenta con metas loables, el entusiasmo que despierta no es tan intenso como podría imaginarse. Sus ideas, de hecho, han levantado recelos a ambos lados del espectro político: a pesar de intentar acabar con la pobreza, la desigualdad y el cambio climático, la Agenda 2030 y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) continúan, a siete años de su final, bajo la lupa de la sospecha. Pero ¿por qué hay quien la rechaza?
A pesar de que su grado de aceptación no ha dejado de crecer desde su elaboración en 2015, la iniciativa sigue generando multitud de voces discordantes. Algunas cuestionan su alcance, otras echan por tierra sus formas y las demás rechazan sus propósitos y objetivos por completo.
La pregunta sobre si la Agenda 2030 es alcanzable y sus objetivos son realistas es una de las que más debate ha generado desde su formulación. Gregorio Martínez, director de Relaciones Institucionales y responsable del Proyecto ODS de la Universidad Nebrija, admite que se trata de una hoja de ruta muy ambiciosa, pero también posible «si se toman las medidas necesarias a nivel global y de forma coordinada entre los distintos agentes que intervienen en ella». Martínez cree que las críticas son inevitables, y si bien recuerda que esta puede ser «mejorable», también señala que es imprescindible «contar con un instrumento como este que nos ayude a intervenir sobre los fenómenos que amenazan al planeta».
El odio de los haters
Seguir al pie de la letra los ODS implica derribar algunos de los cimientos sobre los que se han levantado los modelos productivos de las sociedades modernas, lo cual no es un plato fácil de digerir. Prescindir de los combustibles fósiles, apostar por las energías renovables, acabar con los residuos, revocar la cultura del consumo exacerbado o incorporar criterios éticos —y no solo económicos— a la gobernanza empresarial y a los mercados financieros son medidas que hoy pueden ser percibidas como algo de sentido común por parte de la ciudadanía, pero también son un ataque a la línea de flotación del capitalismo más clásico (y nostálgico).
El 53% de las afirmaciones realizadas por las empresas acerca de su desempeño ecológico contiene información vaga, engañosa o infundada
Es lógico, por tanto, que este se revuelva y trate de desacreditar esa amenaza que no solo cuestiona sus métodos, sino que pretende extirparlos para siempre del tablero económico. Donald Trump, durante su mandato al frente de Estados Unidos, fue el epítome de esta corriente de exacerbado escepticismo climático y social, un legado que ha sido recogido por los actuales críticos a la corriente woke, un grupo caracterizado por su combatividad —excesiva, según sus detractores— frente a los problemas de racismo o de desigualdad social.
Se trata de algo que ha sido refrendado recientemente en el ámbito legislativo, con leyes como la aprobada en el estado de Florida por el gobernador —y competidor de Trump por la nominación republicana— Ron DeSantis, que pone trabas a las inversiones ESG en un intento de proteger los intereses del sector petrolífero, industria que sostiene buena parte de los fondos de pensiones estadounidenses.
No obstante, las críticas a los ODS no llegan solo desde los estamentos más vinculados al gran capital. También los progresistas encuentran algunos peros a sus enunciados. La prestigiosa revista científica Nature, por ejemplo, exigía en un reciente editorial revisar los ODS para hacerlos más alcanzables tras el retroceso experimentado durante la pandemia. Numerosas instituciones internacionales, oenegés y países en desarrollo han manifestado también sus recelos hacia unos objetivos que, por lo general, ven poco transparentes, contradictorios, paternalistas e insuficientes.
No es verde todo lo que reluce
Ya sea por legítimo convencimiento, porque vean en ello nuevas oportunidades de negocio o por aspectos de imagen, lo cierto es que las empresas no han tardado en sumarse masivamente a la corriente de la sostenibilidad que recorre la opinión pública.
La conversión definitiva llegó en 2019, cuando la Business Roundtable, la organización que reúne a los presidentes de muchas de las grandes empresas de Estados Unidos, hizo una declaración solemne para anunciar un cambio radical de rumbo en su estrategia: del culto al beneficio, a la integración transversal de la sostenibilidad en sus planes de negocio; de pensar únicamente en el interés del shareholder (accionista), a pensar en términos de stakeholder (grupos de interés).
A partir de ese momento, hasta las corporaciones más contaminantes del planeta se declararon completamente sostenibles, una contradicción que sigue generando mucho escepticismo. El llamado greenwashing (un «lavado verde» de imagen) que muchas compañías practican para lograr una reputación que en realidad no merecen es otra de las grietas que con frecuencia se le afea a la Agenda 2030. La práctica no es poco común: en uno de los principales estudios elaborados sobre la materia, la UE llegó a la conclusión de que el 53% de las afirmaciones realizadas por las empresas acerca de su desempeño ecológico contiene información vaga, engañosa o infundada.
Isabel López Triana: «Hacer de los 17 ODS una cuestión de izquierdas o de derechas es algo difícil de sostener»
Los expertos coinciden: mientras no exista un sistema fiable y estandarizado, la sombra del maquillaje sostenible seguirá flotando sobre ellos. Así lo señala Isabel López Triana, cofundadora de CANVAS Estrategias Sostenibles, para quien el principal escollo radica en que los indicadores existentes «no son siempre comparables entre las diferentes empresas, sino que cada una define, de acuerdo con su actividad y estrategia, cómo medir su contribución a la Agenda 2030», lo que genera dificultades «tanto para consolidar la información sobre la contribución del sector empresarial como para tener una perspectiva y una comparativa adecuadas de los avances realizados».
Agenda… ¿política?
Su politización es otra cuestión que empaña el debate. Un filtro ideológico al que Triana no encuentra ningún sentido. «Hacer de los 17 ODS una cuestión de izquierdas o de derechas es algo difícil de sostener, ya que estamos haciendo referencia a grandes retos globales que nos afectan como seres humanos, más allá de nuestras ideas. Acabar con la pobreza, lograr la igualdad o luchar contra el cambio climático están estrechamente vinculadas con los derechos humanos y nuestra capacidad de adaptación y supervivencia en el planeta», defiende.
Alberto Andreu, especialista en sostenibilidad y comportamiento organizacional, coincide en el peligro de que la sostenibilidad haya entrado en las trincheras partidistas: «La han convertido en arma arrojadiza entre los dos márgenes del espectro. Los unos porque la tachan de responder únicamente a los requerimientos de una agenda “progre”. Y los otros porque la tratan como si fuera el único modelo posible». Andreu, sin embargo, tiene algo claro: «Desde los extremos no hay forma de ponerse de acuerdo».