No fue ‘un error’

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El Estado no debe perder su autoridad ni renunciar a su función de mantener el orden público.

La paz es uno de los valores primordiales de nuestra democracia y de nuestro sistema jurídico, como lo señala el preámbulo de la Constitución, cuyo carácter vinculante es hoy innegable, según reiterada jurisprudencia. Así resulta, además, de una disposición tan perentoria como la del artículo 22 de la carta política, cuando expresa que se trata de un derecho y de un deber de obligatorio cumplimiento.

La Corte Constitucional ha expuesto en varias sentencias que esa norma obliga al Estado y que este debe actuar en procura de ella como objetivo fundamental. Entonces, la paz no es solamente una finalidad de este o de cualquier otro gobierno, sino un propósito nacional, indispensable para la convivencia, en el que deben confluir tanto el Estado como la sociedad civil.

Como sostiene la doctrina jurídica, el diseño e implementación y desarrollo de acciones, normas y políticas públicas para el logro y preservación de la paz son asuntos prioritarios del quehacer institucional. Si ello es así, resulta obvio que no hace falta recurrir a un referendo –como algunos funcionarios políticos están proponiendo– para que se autorice y adelante un proceso de paz, pues ello ya está previsto en la Constitución y en las leyes. Debe ser acatado, y lo que todos debemos hacer –tanto el Estado como los particulares– no es otra cosa que contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a esa paz tan deseada y lejana.

La liberación de las personas secuestradas no es una concesión graciosa por parte de las organizaciones delictivas.

Pero no nos confundamos. También cabe reiterar que semejante tarea –cuyas dificultades y obstáculos son innegables– ha de tener lugar en el marco del orden jurídico y sin detrimento de la autoridad estatal. Un proceso de paz no puede implicar la sujeción de las autoridades legítimas a la voluntad, el chantaje o las condiciones que quieran imponer las organizaciones subversivas con las cuales se buscan los acuerdos.

Por supuesto, todos los colombianos celebramos con alegría la liberación del padre de Luis Díaz –una de nuestras más brillantes figuras deportivas–. Pero no es algo que debamos agradecer al Eln, ni a sus dirigentes. No nos hicieron un favor, ni a su familia, ni a la hinchada ni al Gobierno. Dejarlo en libertad era su obligación. No han debido secuestrarlo. Como no han debido secuestrar a muchas más personas que tienen en su poder y que tienen derecho a recuperar su libertad.

Para continuar con los diálogos de paz, el Gobierno debe exigir no solamente la liberación de todos los plagiados sino el compromiso claro y expreso de no seguir secuestrando. Nada de admitirlo como fuente de financiación para sostener las actividades ilícitas.

El Estado tampoco debe perder su autoridad en aras del proceso. Ni debe renunciar a su función de mantener el orden público. Ni admitir que –como ha acontecido en varias regiones– los miembros del Ejército Nacional sean expulsados o secuestrados. No puede haber en Colombia ningún lugar vedado para la Fuerza Pública.

No se pierda de vista que las autoridades están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades. Ni se olvide que los ataques a las poblaciones o a las fuerzas legítimas del Estado, los homicidios y el secuestro no son derechos sino crímenes que el Estado tiene la obligación de perseguir.

En cuanto al secuestro –sea de quien sea–, no es “un error”, como dijeron en el caso del señor Díaz. Es un delito gravísimo. La liberación de las personas secuestradas no es una concesión graciosa por parte de las organizaciones delictivas. Y de ninguna manera es legítimo que el Estado lo condone o disimule, llamándolo “retención”.

Quienes se encuentran al margen de la ley, aunque adelanten diálogos de paz, deben responder por tan atroz crimen.

Pero no nos confundamos. También cabe reiterar que semejante tarea –cuyas dificultades y obstáculos son innegables– ha de tener lugar en el marco del orden jurídico y sin detrimento de la autoridad estatal. Un proceso de paz no puede implicar la sujeción de las autoridades legítimas a la voluntad, el chantaje o las condiciones que quieran imponer las organizaciones subversivas con las cuales se buscan los acuerdos.

Por supuesto, todos los colombianos celebramos con alegría la liberación del padre de Luis Díaz –una de nuestras más brillantes figuras deportivas–. Pero no es algo que debamos agradecer al Eln, ni a sus dirigentes. No nos hicieron un favor, ni a su familia, ni a la hinchada ni al Gobierno. Dejarlo en libertad era su obligación. No han debido secuestrarlo. Como no han debido secuestrar a muchas más personas que tienen en su poder y que tienen derecho a recuperar su libertad.

Para continuar con los diálogos de paz, el Gobierno debe exigir no solamente la liberación de todos los plagiados sino el compromiso claro y expreso de no seguir secuestrando. Nada de admitirlo como fuente de financiación para sostener las actividades ilícitas.

El Estado tampoco debe perder su autoridad en aras del proceso. Ni debe renunciar a su función de mantener el orden público. Ni admitir que –como ha acontecido en varias regiones– los miembros del Ejército Nacional sean expulsados o secuestrados. No puede haber en Colombia ningún lugar vedado para la Fuerza Pública.

No se pierda de vista que las autoridades están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades. Ni se olvide que los ataques a las poblaciones o a las fuerzas legítimas del Estado, los homicidios y el secuestro no son derechos sino crímenes que el Estado tiene la obligación de perseguir.

En cuanto al secuestro –sea de quien sea–, no es “un error”, como dijeron en el caso del señor Díaz. Es un delito gravísimo. La liberación de las personas secuestradas no es una concesión graciosa por parte de las organizaciones delictivas. Y de ninguna manera es legítimo que el Estado lo condone o disimule, llamándolo “retención”.

Quienes se encuentran al margen de la ley, aunque adelanten diálogos de paz, deben responder por tan atroz crimen.

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