Izquierda o derecha?

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No hay dos términos más engañosos en política, no solo por el uso indiscriminado que hacemos de ellos, sino por su demostrable incapacidad para capturar, en una sola palabra, un sistema de valores. En particular en un contexto como el nuestro, en el que los partidos políticos son un amasijo inestable de voluntades encontrada

Es el caso, por ejemplo, de la Alianza Verde, una colectividad que se autodefine de centroizquierda y apoya al actual gobierno –de izquierda– del Pacto Histórico, al tiempo que algunos de sus miembros más prominentes rechazan con vehemencia las reformas propuestas por ese mismo gobierno. Fenómeno que se replica, como imagen en el espejo, del lado contrario, en el Partido Conservador, colectivo nominalmente de derecha que vota a favor de las iniciativas pretendidamente progresistas del Ejecutivo.

Pero no culpemos exclusivamente a los partidos políticos del desgaste de los rótulos. En el fondo, la causa reside en la naturaleza humana: en la imposibilidad de representar, por medio de un sistema axiológico –no digamos de un sustantivo–, la complejidad de valores y preferencias, inevitablemente incoherentes entre sí, que constituyen un ser humano.

Hay tantos ejemplos como individuos: aquella jefa que se considera devotamente cristiana, pero ante sus subalternos se comporta con soberbia y patanería, como si jamás hubiera oído del Sermón de la Montaña. O aquel señor orgulloso de su juventud libertina que se convierte en un fiscal ultramontano cuando del comportamiento de sus hijos se trata.

No faltan quienes califican a este tipo de personas de hipócritas; a diferencia, supone uno, de ellos mismos, que son íntegros como un teorema. La mayoría de nosotros, sin embargo, somos capaces de aceptar que el alma humana está compuesta de isótopos inestables. Lo dijo alguna vez el filósofo Fernando Savater: “Las personas cuerdas son contradictorias. Solo los locos son monotemáticos”. Y bien lo entendía Whitman, quien se adelantó a cualquier objeción que la posteridad pedante pretendiera elevar contra sus versos cuando, famosamente, exclamó: “¿Me contradigo? / Muy bien, pues me contradigo / (Soy grande, contengo multitudes)”.

Puesto que quienes nos gobiernan son, aunque no siempre lo parezca, seres humanos, y puesto que de vez en cuando se portan, aunque lo parezca todavía menos, como personas cuerdas, su comportamiento poco ayuda a dilucidar el sentido de la díada izquierda/derecha. Veamos cómo se aproximan a ciertos clivajes comunes.

En lo económico, la libertad de mercado y la apertura al comercio internacional se asocian con la derecha, mientras que el intervencionismo se considera cosa de zurdos. Pero Donald Trump, bête noire del progresismo internacional, odiado avatar del hombre de las cavernas, defendía, como elemento central de su política económica, el proteccionismo arancelario.

Las actitudes ante la inmigración son otro factor que, particularmente en Europa, divide a la derecha de la izquierda. La primera suele ser favorable a las fronteras firmes y los portones cerrados; la segunda, amiga de linderos más abiertos. En este frente, Trump no defrauda el imaginario de la izquierda: se comporta como derechista de libro, con su obsesión albañilesca de “construir el muro”, presumiblemente para impedir que entren a Estados Unidos ciudadanos de “países de mierda”. Al mismo tiempo, sin embargo, una de las políticas migratorias más progresistas de lo que va del siglo la desarrolló un mandatario considerado de derecha: el colombiano Iván Duque, cuya solidaridad con los venezolanos que huían de la satrapía de Nicolás Maduro, incluso en medio de la estrechez fiscal de la pandemia, fue ejemplo para el mundo.

Y ya que estamos: a la izquierda le gusta definirse en contraposición al fascismo, siendo ‘facho’ uno de sus improperios preferidos. Pero los mejores ejemplos de rasgos fascistas que podemos hallar en América Latina en los últimos años —militarismo, nacionalismo, liderazgo dictatorial, supresión de la oposición, culto a la personalidad, etc.— los hallamos en los regímenes, presuntamente de izquierda, que gobiernan a Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Tampoco el populismo sirve como elemento diferenciador, pues existe por igual en la izquierda y la derecha. El más reciente líder latinoamericano en ser tildado de populista, no sin razón, es el argentino Javier Milei. Pero, para mayor confusión, Milei inauguró su mandato con una consigna que es quizá la menos populista que se ha enunciado en nuestra región: “No hay plata”. Ante la cual los argentinos, insólitamente, como poseídos por el espíritu de Ebenezer Scrooge antes de su conversión, aplauderon a rabiar.

Ni la religión nos salva. La laicidad es uno de los valores de la izquierda por antonomasia, al punto de que la práctica religiosa estuvo restringida durante ciertos periodos en Cuba y la Unión Soviética. Pero adelantemos el calendario unas décadas y nos encontramos con un Hugo Chávez que salpimentaba sus discursos de imágenes cristianas y, según las malas lenguas, practicaba ritos de santería cubana en su vida privada. Para no hablar del culto a su figura, marcadamente religioso, literalmente mesiánico, tanto que Maduro, su representante en la Tierra, no ha tenido empacho en compararlo con Cristo. En Nicaragua, el régimen de Daniel Ortega, de pretendida estirpe izquierdista, gusta de poner sacerdotes tras las rejas. Pero la poderosa poetisa Rosario Murillo, esposa del caudillo, es reconocida por sus tendencias esotéricas y se le acusa de querer fundar una nueva religión basada en sus creencias.

La sinceridad de estas profesiones de fe es susceptible de ponerse en duda. Bien podría tratarse de fingimientos para obtener el apoyo de un pueblo para el que la religión sigue jugando un papel importante, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Europa. Pero, en cualquier caso, estamos lejos de una izquierda caracterizada por la laicidad. Si la religión es el opio del pueblo, como decía Marx, para los socialistas del siglo XXI la solución no es proscribirla, sino convertirse en un dealer.

En Colombia, en la década anterior al periodo presidencial actual, la división izquierda/derecha se predicó sobre todo en relación con las negociaciones de paz con las Farc. Los partidarios del ‘Sí’ en el plebiscito que se realizó para aprobar el acuerdo fueron considerados cercanos a la izquierda o la centroizquierda, con salvedades. Los defensores del ‘No’ fueron considerados de derecha, sin salvedades. Pero se trató, nuevamente, de una distinción perezosa y desatinada, a menos que se quiera sostener que votar ‘Sí’ equivalía a apoyar las posturas, presuntamente de izquierda, de las Farc. Y que votar ‘No’ –es decir, proponer que se cumpliera la ley tal y como estaba escrita, sin excepciones para nadie– era una actitud reaccionaria.

No obstante la confusión e indefinición que rodean a los dos términos, la diada sobrevive tanto en el discurso popular como en el especializado: una persistencia memética que apunta a alguna utilidad. Probablemente porque las dos etiquetas sirven para entendernos en contextos locales, como decía el desaparecido historiador (de derecha) Roger Scruton. En Colombia “todo el mundo sabe”, más o menos, que cuando hablamos de izquierda nos referimos a la coalición agrupada alrededor del Pacto Histórico, y que cuando hablamos de derecha nos referimos a partidos opositores como Cambio Radical y Centro Democrático. Sin perjuicio de que “en el medio” haya casos indefinidos, como los ya mencionados e incoherentes partidos Conservador y Alianza Verde, y el todavía más inefable Partido Liberal.

¿Sirven para algo más los rótulos? Despojados los dos frutos de su carne de sabor indefinible, en su núcleo quedan sendas pepas que quizá sirvan para taxonomizarlos. Me refiero a las caracterizaciones canónicas planteadas por Norberto Bobbio y otros autores que se han ocupado del tema. Según esa definición enjuta, la derecha es una actitud que privilegia la manutención del orden y las jerarquías existentes por sobre otras consideraciones a la hora de gobernar, mientras que la izquierda propende por la reducción, ojalá la eliminación, de las distintas manifestaciones de desigualdad en la sociedad.

Esta, la más estable de cuantas he mencionado aquí, es una distinción válida. Pero también puede conducirnos a engaños. Pues en los dos casos, tanto izquierda como derecha, el calificativo se usa para describir las intenciones de las personas o partidos así llamados, no los resultados de sus políticas. Baste que un colectivo se autodenomine de izquierda, y utilice en sus pronunciamientos el lenguaje y los tópicos de la izquierda, para que sea considerado como tal. E igual del otro lado. Pero esto, llevado a la práctica, nos devuelve a las contradicciones. La más imperdonable desigualdad en nuestro continente, por ejemplo, es consecuencia de un proyecto de izquierda: el chavismo. De hecho, no es una novedad que la igualdad a veces está mejor servida por políticas de derecha: piénsese en el libre comercio que permitió la adopción masiva y democrática de la tecnología que más ha empoderado a las ciudadanías modernas, el smartphone. Y si bien la derecha valora el orden y las jerarquías, hay que señalar que el orden jerárquico más extremo, es decir, la tiranía, está representado en nuestra región por el mostacho de Maduro, no por la melena de Milei.

‘Izquierda’, ‘derecha’. Tanto se han estirado sus significados que habría que ponerlas siempre entre comillas cautelares. O irónicas. No lo hacemos, pues, como decía Scruton, nos ayudan a entendernos, especialmente si hay consenso sobre a quienes designan. Aún así, su desgaste conduce a que funcionen más como una marca, como los colores de un equipo de fútbol, que como significantes de un ideario coherente. No nos sorprenda, pues, que nuestras democracias se parezcan cada vez más a un enfrentamiento entre hinchadas.

THIERRY WAYS*Ingeniero, empresario y columnista barranquillero.

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