10 ideas para reconstruir a Colombia

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¿Qué se debe hacer para evitar una tragedia ambiental? El Espectador les preguntó a 10 colombianos sobresaliente qué harían. Estas son sus ideas.

José Yunis
Representante para Colombia de The Nature Conservancy, una de las ONG ambientales más destacadas del mundo. Sus 18 años de experiencia profesional en leyes ambientales y políticas públicas también incluyen trabajo para el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales, la Autoridad de Parques Nacionales. Su idea: reducir la ganadería extensiva y aumentar la riqueza pesquera.

Cerca del 40% del territorio nacional, esto es aproximadamente 38 millones de hectáreas, está dedicado a la ganadería extensiva. Una ganadería ineficiente, que se lleva a cabo sin preguntarnos qué tanto vale la pena, sin considerar siquiera si los ecosistemas donde pastan las vacas son apropiados para esta tarea o podrían tener mejor uso. Basta con una visita a los páramos colombianos para descubrir que las pisadas del ganado destruyen el frágil equilibrio de especies que capturan el agua, riegan las montañas y abastecen nuestros acueductos.

La ganadería extensiva, sin control, al vaivén de los caprichos de pequeños, medianos y grandes comerciantes es responsable de buena parte de la pérdida de biodiversidad en Colombia. Es un exabrupto tener una vaca ocupando tres o más hectáreas. Puesto en otras palabras, destruimos tres hectáreas de selva con todas las diferentes especies y árboles para obtener 400 ó 500 kilos de carne. ¡Por favor!  Hay mejores técnicas productivas, herramientas para incrementar la productividad.

Por esto reducir a 12 ó 13 millones de hectáreas el territorio asignado a esta actividad económica es una tarea inaplazable si queremos conservar nuestra mayor riqueza como país: la biodiversidad. Se trata, por supuesto, de una idea polémica. Muchos ya se estarán preguntando cómo reemplazar el aporte de proteínas de la carne en la dieta de los colombianos.

La respuesta está en la cuenca del gran río Magdalena que incluye el río Cauca. Tenemos que devolver la pesca a estos grandes brazos de agua. ¿Alguien recuerda la subienda? Por cuenta de la contaminación, la sobreexplotación y la destrucción de ecosistemas perdimos una producción de pesca natural que alguna vez nos entregó hasta 80.000 toneladas de pez al año. Hoy, las redes de los pescadores no sacan más de 8.000 toneladas de peces, que además de estar contaminadas con peligrosos metales pesados, tiende a seguir en franca caída. Lo más grave de todo esto es que Colombia tiene un promedio de pesca paupérrimo de 200.000 toneladas al año incluyendo mar y ríos.

Devolver la pesca al río Magdalena no es sólo ético, sino económicamente razonable y rentable. ¿Cómo hacerlo? Simple control y vigilancia para el manejo del recurso. No es más, no es menos. No puedo evitar pensar que es una de las mayores estupideces de nuestra historia que desequemos las ciénagas de la depresión momposina para poner vacas y no desarrollar su potencial pesquero. Puede ser que esto beneficie a algunos grupos, pero es claro que no beneficia a Colombia.

Entendamos y respetemos nuestros ríos. Es, además, la mejor forma para protegernos de tragedias como las que vivimos por cuenta de la ola invernal. Dejemos ya esa sempiterna costumbre de buscar el ahogado aguas arriba.

Cristian Samper
Director del Museo de Historia Natural del Smithsonian en Washington. Biólogo y creador de una red de más de 200 reservas en Colombia. Diseñó un programa de educación ambiental que se aplica en más de 10.000 escuelas. Colaboró en la creación del Ministerio de Medio Ambiente. Su idea: desarrollar mercados para los servicios ambientales.

La tragedia que afectó miles de familias en la Costa Caribe este año se hubiera podido evitar. El problema surgió cuenca arriba y tiempo atrás. Durante los últimos dos siglos hemos talado la mayor parte de los bosques andinos de las cuencas altas en los ríos Cauca y Magdalena y hemos drenado los humedales del Caribe para dar paso a cultivos y ganadería. Ambos cumplen una función importante en la regulación de los caudales de los ríos en épocas de lluvia. Colombia parece un camarón y se lo está llevando la corriente.

Pero si en Colombia llueve, en Estados Unidos no escampa. Las recientes inundaciones en la cuenca del río Misisipi también desplazaron a miles de familias. Las fuertes lluvias en las cabeceras del río resultaron en los niveles históricos mas altos registrados cuenca abajo, que llevaron a abrir represas y taludes, inundando miles de hectáreas de cultivos. Estos errores salen caros. En la Florida se adelanta un gigantesco proyecto para restaurar los humedales de los Everglades, restituyendo los flujos de agua naturales, deshaciendo los errores del pasado, a un costo superior a los US$7.000 millones.

Es hora de cambiar el modelo de desarrollo, para evitar que la historia se repita. Es hora de emprender la reconstrucción ambiental de Colombia y de usar la enorme riqueza ambiental para el bienestar de la gente. Esta agenda debe incluir al menos cuatro elementos principales:

Primero, la conservación y restauración de ecosistemas naturales. Estamos a tiempo para preservar remanentes importantes de bosques, páramos, sabanas naturales, costas y mares. En zonas como el Caribe y la Sabana de Bogotá, la tarea requiere de la restauración de humedales y bosques que han desaparecido.

Segundo, debemos avanzar en el conocimiento de la biodiversidad y sus servicios ambientales. Colombia representa menos del 1% de la superficie del planeta y contiene más del 10% de la biodiversidad. Pero todavía no la conocemos, mucho menos qué tan rápido la estamos perdiendo o cómo esta riqueza se puede ver afectada por fenómenos como el cambio climático.

Tercero, debemos evaluar y valorar los servicios ambientales de la biodiversidad. Estos servicios incluyen alimentos y medicinas, pero también incluyen la regulación de cuencas y la productividad de los suelos. Debemos evaluar estos servicios y usar esta información en los planes de ordenamiento territorial.

Cuarto, debemos desarrollar los mercados para estos servicios ambientales. Los pueblos y ciudades de Colombia dependen de las cuencas para su desarrollo, pero en muchos casos no se reconocen ni pagan estos servicios. Por fortuna, ciudades como Bogotá están pagando por el uso del agua que proviene del Parque Nacional Natural de Chingaza. Pero existen otros mercados que debemos aprovechar, como son el mercado del carbono para mitigar el cambio climático o los productos biotecnológicos para salud y alimentación.

Colombia y sus regiones se están beneficiando de la bonanza minera y petrolera, pero esta es una solución a corto y quizá mediano plazo. La verdadera riqueza de Colombia está en sus recursos naturales y es hora de usarlos sabiamente. Es hora de conocer, conservar y comerse el camarón, antes de que se lo lleve la corriente del desarrollo.

Margarita Astrálaga
Actual directora para América Latina y el Caribe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Bióloga de la Universidad de los Andes. Vivió en Nairobi, Kenia, donde estuvo a cargo del Programa de Mares Regionales de América Latina. En Suiza trabajó en la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestre. Su idea: Conservar ecosistemas, un seguro contra los riesgos.

No hay duda de que las inundaciones, las sequías y las tormentas son fenómenos naturales. Pero detrás de ellos es habitual encontrar, en mayor o menor medida, la mano del hombre. La Evaluación Global sobre la Reducción de Riesgos de Desastres de 2009 relacionaba estos fenómenos con los llamados “motores de riesgo”: la urbanización excesiva, una gobernanza urbana deficiente, la vulnerabilidad de los medios de vida rurales o la degradación de los ecosistemas. Son factores que pueden provocar sufrimiento humano a escala masiva y pérdidas económicas incalculables.

La gestión de riesgos relacionada con la pobreza en un clima cambiante requiere un cambio urgente en las políticas actuales de desarrollo, con un nuevo enfoque hacia la conservación y restauración de los ecosistemas y la prevención de desastres naturales.

Colombia comparte con gran parte de América Latina un escenario común de riesgos, pero también de soluciones. Se consideran indispensables el ordenamiento territorial y el reasentamiento de la población en áreas de bajo o ningún riesgo, y la promoción de actividades productivas sostenibles y adaptadas a los efectos esperables del cambio climático. Ya no hay excusa. La falta de prevención tiene consecuencias dramáticas, que suelen pagar los más débiles.

Es igualmente urgente la recuperación y la buena gestión de cuencas, así como la realización de proyectos sociales de gestión ambiental, y reducción de pobreza. Ninguna de estas medidas es posible sin antes fortalecer la gobernanza ambiental y el marco institucional tanto a nivel nacional como regional. No es suficiente tener buenas leyes, si no hay un sistema adecuado de rendición de cuentas y supervisión de su cumplimiento, y de sanción en caso contrario.

Cada vez son mayores las evidencias del papel de los ecosistemas como continuos generadores de beneficios para la naturaleza y la sociedad. Un ecosistema sano y bien gestionado no sólo mitiga los efectos de las catástrofes naturales, sino que facilita la recuperación posterior.

Los ecosistemas forestales y los humedales en particular tienen un papel fundamental en la prevención y mitigación de los desastres naturales, como las inundaciones. Los humedales funcionan como esponjas y los bosques absorben la humedad, para después liberarla lentamente.

Como si de pilares naturales se tratara, los árboles contribuyen a sostener el terreno, a fijarlo para frenar la erosión, lo que reduce las posibilidades de aludes de tierra. En la costa, los manglares también actúan como parapeto frente al viento y disminuyen el impacto de las tormentas tropicales en las zonas costeras.

Estos ecosistemas también dan cobijo, alimento, empleo, medicinas, energía y seguridad a billones de personas en todo el mundo. De acuerdo con la FAO, en 2006, por ejemplo, la contribución de la industria forestal al Producto Interno Bruto global fue de 1% —468 miles de millones de dólares—.

Desafortunadamente, el ser humano destruye 13 millones de hectáreas de bosques tropicales anualmente, una superficie como la de Grecia. En la última década, la mayor pérdida neta de bosques se ha producido en África y América del Sur.

Es fundamental que los tomadores de decisiones adopten y apliquen políticas que permitan una adecuada gestión ambiental, revirtiendo la deforestación, asegurando la conservación y el manejo y uso sostenible de los ecosistemas; y promoviendo la movilización de inversiones, tanto públicas como privadas, que garanticen un desarrollo con mayor equidad del que se beneficien no sólo ésta, sino también las próximas generaciones. Igualmente importante es que la ciudadanía esté bien informada, ya que lo que está en juego es su presente y su futuro. El camino hacia el desarrollo sostenible se hará más corto si transcurre al abrigo de nuestros ecosistemas.

Julio Carrizosa
Ingeniero civil de la U. Nacional y máster en Administración Pública de la U. de Harvard. Exdirector del Instituto de Estudios Ambientales. Miembro de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Su idea: disminuir la presión de la población en la región andina.

El conjunto de ecosistemas que llamamos Colombia, más de 300, es extremadamente complejo —muchas variables, muchas interrelaciones— y por eso es difícil predecir sus cambios. La sociedad colombiana es, en cambio, demasiado simple: mal educada, amiguera, racista, segregada, estratificada; las personas que toman las grandes decisiones son muy pocas.

El Gobierno ha acertado al calificar la crisis como ecológica, económica y social. Es cierto que ha sido desatada por cambios climáticos globales, pero buena parte de los daños que han causado estos cambios se deben a errores humanos: ciudades construidas en las laderas de las cordilleras o sobre pantanos y humedales, bosques convertidos en potreros, cultivos en grandes pendientes y sin sombrío, ciénagas desecadas, concesiones mineras sin evaluación ni control, contaminación intensa de los ríos, etc.

Esta situación no se puede mejorar con soluciones simples; la reconstrucción debería empezar por una rehabilitación ecológica del territorio, seguida por modificaciones en la red de ciudades, ambas cosas acompañadas y apoyadas en inversiones importantes en investigación y formación ambiental. La rehabilitación de los ecosistemas afectados en las regiones andina y caribe no es una tarea sencilla ni barata.

Construir millones de viviendas para gentes sin suficientes recursos económicos requiere establecer una política de poblamiento del territorio, seleccionar los municipios en donde son más sostenibles los procesos de urbanización, introducir cambios en las políticas y en las estructuras sectoriales de producción y empleo e innovaciones significativas en el diseño y la planificación urbana.

Hacer todo eso es muy difícil en un país pobre y agobiado por conflictos éticos y políticos. Si sólo se pudiera hacer una cosa, aconsejaría tratar de disminuir la presión de la población en la región andina mediante la construcción de una o dos ciudades en la costa caribe en sitios de poca importancia ecológica, diseñadas para que sean ejemplo de convivencia, integración social, ahorro de recursos y calidad de vida. Con suerte esto sería una solución para muchos desempleados y desplazados, un alivio para las ciudades y ecosistemas andinos y un ejemplo de desarrollo razonable y equitativo.

Gustavo Wilches-Chaux
Estudió administración de desastres en Oxford. Dirigió el programa de autoconstrucción comunitaria de vivienda popular adelantado por el Sena después del terremoto que destruyó Popayán en 1983. Fue director de Funcop y de la organización ambiental Ecofondo. Miembro fundador de la Red de Estudios Sociales sobre Desastres en América Latina. Su idea: aprender de las comunidades.

En muchas regiones de Colombia las comunidades tienen claras las estrategias para la recuperación de sus territorios con posterioridad al desastre invernal y para su adaptación al cambio climático. Tal es el caso de las comunidades ligadas a la organización Asprocig (Asociación de Productores para el Desarrollo Económico del Bajo Sinú), que en su cotidianidad mantienen vivas las estrategias que permitían que para la cultura Zenú las inundaciones no fueran sinónimos de desastres sino fuentes de vida.

¿Por qué fueron insuficientes esas estrategias frente al desastre invernal? Porque la magnitud de las inundaciones fue muy grande, sí. Pero, sobre todo, porque la manera como se ha venido entendiendo y ejecutando el “desarrollo” ha herido de manera grave la capacidad de autorregulación del territorio.

En resumen, se han construido diques y se han desecado miles de hectáreas de humedales y ciénagas, quitándoles a los ríos los “dobladillos” que les permiten crecer sin consecuencias desastrosas; se han desplazado comunidades obligándolas a “urbanizarse” y a ocupar porciones del territorio que pertenecen al agua. Al territorio se le han impuesto megaproyectos y grandes obras de infraestructura que para nada consultan ni las dinámicas de la naturaleza ni los intereses de las comunidades locales.

¿Cuál es la clave, entonces, para la recuperación de esas zonas y para su adaptación al cambio climático? Sencillamente, reconocerles a las comunidades de la región el derecho a participar eficazmente en las decisiones que las afectan. Fortalecer las estrategias surgidas desde la base social y elevarlas a políticas públicas. O por lo menos no obstaculizarlas ni destruir la base ecológica y cultural. Reconocer que la biodiversidad ecológica y cultural de la región es su principal recurso para la adaptación.

En un escenario global de cambio climático, el país más competitivo será el que les garantice a sus habitantes el derecho fundamental al agua; capacidad para absorber sin traumatismos los cambios del clima; seguridad, soberanía y autonomía alimentaria, y una razón compartida para existir. Es decir, el derecho a la identidad ligada a un territorio concreto. Una recuperación mal enfocada puede ser peor para esas comunidades y para el resto del país que el mismo desastre invernal.

Brigitte Baptiste
La actual directora del Instituto de Investigaciones Biológicas Alexander von Humboldt es bióloga, exbecaria Fulbright, con una maestría en Estudios Latinoamericanos de la U. de Florida, un doctorado en Ciencias Ambientales de la U. Autónoma de Barcelona. Su idea: un modelo económico basado en la biodiversidad.

La búsqueda de conciencia de Colombia como un país megadiverso es la respuesta para asumirnos con una identidad global única, con un modelo de desarrollo propio y unas capacidades y potencialidades diferentes a las de los demás países.

Dentro del país, un proyecto de reconocimiento de la contribución local a esa megadiversidad dinamizaría las regiones y también les daría fundamento a formas de habitar y producir ecológica y económicamente sostenibles: en vez de reproducir esquemas de competitividad que copian los errores y las generalidades de los modelos simplistas globalizados, se recurriría a formas de habitar, producir y gobernar consecuentes con el carácter único de cada lugar, capaces de incorporar y proyectar el patrimonio natural y cultural propios.

En vez de construir balnearios turísticos de playa y sol idénticos a los que ofrecen todos los países ecuatoriales, por ejemplo, deberíamos promover inversiones en proyectos realmente ecológicos donde la fauna, la flora, el paisaje y las tradiciones locales se conviertan en el fundamento de las actividades productivas: redes de reservas privadas o comunitarias ofreciendo sitios para la observación de aves, para reconocimientos paisajísticos únicos, para experiencias compartidas de vida con pueblos indígenas.

Redes de productores locales con capacidad de participar en mercados globales de alimentos limpios, redes de industrias forestales o acuícolas certificadas. Y primero, la conciencia de que esa diversidad es la garantía de un bienestar que no tiene precio, ni cómo medirse o compararse con el de otras personas en términos monetarios, porque la vida es única y diferente en cada parte del mundo. Esa cualidad se consigue mediante un cambio sencillo en los currículos educativos y un sistema que promueva la complementariedad económica en vez de la competitividad como único mecanismo de regulación.

Germán Poveda
En 2010 fue nombrado por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, la máxima autoridad en temas relacionados con este fenómeno, como autor del V Reporte del Panel para el capítulo sobre América Latina. Es docente de la Facultad de Minas de la U. Nacional sede Medellín. Su idea: establecer un programa permanente de investigación sobre hidrología de Colombia.

La reconstrucción es necesaria y hay que enfrentarla ya. Pero implica una actitud reactiva a tragedias anunciadas. Desde hace casi dos décadas sabemos que las temporadas de lluvias en Colombia se intensifican durante La Niña. La investigación que hemos hecho ha contribuido a explicar los mecanismos físicos por los cuales se agrava la temporada invernal en Colombia durante La Niña. Y sabemos que tal situación está siendo exacerbada por el cambio climático, una realidad que ya está aquí para quedarse por varios siglos. Y, además, la deforestación acelerada de nuestras cuencas contribuye a causar y agravar las inundaciones.

Es necesario establecer políticas y programas proactivos en lugar de reactivos (más costosos en todo sentido). Es obligatorio implementar un programa integral para el manejo de agua en Colombia. Para ello es necesario definir una agenda de investigación que proporcione el mejor conocimiento científico que sirva de base para la toma de decisiones y para garantizar que el aprovechamiento de los recursos naturales se haga de manera sostenible y en consonancia con el bienestar de la sociedad.

Por mi parte, continuaré trabajando para ayudar a cerrar la brecha que existe entre la investigación y la toma de decisiones y la construcción de políticas públicas. Seguiré insistiendo en los foros académicos y en los medios de comunicación que estén a mi alcance. Ante tanta tragedia es antiético e irresponsable permanecer impávidos. Es imperativo y urgente que el Gobierno lidere y financie la creación de un programa nacional de investigación alrededor de los temas del agua (como recurso y como amenaza), así como de las consecuencias del cambio climático y de la deforestación.

Esa agenda de investigación debe estudiar la línea base del recurso, los retos impuestos por la variabilidad hidro-climática, evaluar adecuadamente los riesgos y la vulnerabilidad ante eventos hidro-meteorológicos extremos máximos y los extremos mínimos,; asegurar el acceso a agua limpia y garantizar vertimientos sanos. Debemos conocer a fondo la contaminación de corrientes, cuerpos de agua y acuíferos y las posibilidades de aprovechar el agua procedente de distintas fuentes o de distinto tipo. No se puede dejar de lado la relación entre el agua y la ocupación del territorio.

Tan sólo el conocimiento sólido de nuestros ríos nos permitirá legislar, gobernar y regular adecuadamente la riqueza hídrica de Colombia.

Arturo Escobar
Antropólogo y profesor en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Ha enseñado en varias universidades de los Estados Unidos y realizado trabajos de campo en el Pacífico colombiano, junto con comunidades negras. Recibió el título de “Kenan Distinguished Teaching Professor of Anthropology”. Su idea: transición a una sociedad ecológica.

La Colombia de hoy es una Colombia de devastación. Las décadas del “desarrollo” sólo han exacerbado la desigualdad social, la concentración de la tierra, la injusticia, la violencia, la dependencia y la destrucción ambiental. Las llamadas locomotoras del desarrollo económico y el Tratado de Libre Comercio sólo lograrán profundizar estas tendencias.

La Colombia del futuro requiere de un modelo radicalmente diferente; tiene que romper con los imaginarios caducos de los siglos 19 y 20 (“progreso”, “desarrollo”, “modernidad”, “crecimiento material”). Dado que la crisis ambiental y social es global, hay que reimaginarse a Colombia pensando ecológica y políticamente con América Latina y el mundo (especialmente los debates sobre el Buen Vivir y los derechos de la naturaleza), en vez de adaptándose a la fuerza de la “globalización’.

Esto implica pensar en una verdadera transición ecológica y cultural hacia una sociedad muy diferente. Muchos visionarios nos hablan de las características de estas transiciones: la reestructuración de la producción de los alimentos con base en la descentralización, el cultivo orgánico y la biodiversidad; la democracia participativa; las autonomías locales; el uso menos intenso de los recursos; la reducción del consumo de energía y fuentes alternativas de ésta; y las economías sociales y solidarias. Pospetróleo, poscarbono, poscapitalismo, posextractivismo, posdesarrollo son algunos de los imaginarios emergentes. En sus formas más avanzadas, estas narrativas nos hablan de un cambio de modelo civilizatorio.

No es tan difícil imaginarse estos mundos diferentes. Imaginémonos por ejemplo un Valle del Cauca sin caña de azúcar y ganadería extensiva, lleno de pequeñas y medianas fincas dedicadas al cultivo agroecológico de frutales, hortalizas, granos, animales, etc., orientadas hacia los mercados regionales y nacionales, y sólo de forma secundaria a la exportación.

Durante más de dos siglos, este impresionante Valle ha sido sistemáticamente empobrecido ambiental, social, y culturalmente por una élite insensible y racista, que se ha enriquecido inmensamente para su propio beneficio; como se sabe, la caña agota las tierras, las aguas y las gentes (en especial la gente negra) y la ganadería extensiva ha desnudado montes y laderas. En el nuevo Valle se restaurarían los paisajes, se erradicaría la pobreza, muchos que aún quieren tener tierra la tendrían, decrecerían las ciudades y se repoblarían campos y poblados, resurgiría la cultura, se lucharía abiertamente contra el racismo y el sexismo, y todos tendrían acceso a educación de buena calidad y a las tecnologías de la información. Podemos hacer un ejercicio de la imaginación similar con cualquiera otra región del país. El Pacífico, por ejemplo, como lo visualizan los movimientos de afrodescendientes e indígenas, sería un Territorio-Región intercultural con comunidades integradas al medio ambiente, “sin retros, ni coca, ni palma”, como dicen los activistas.

La Colombia del futuro se debe pensar de abajo hacia arriba. Hay, sin duda, requisitos básicos para ello: una redistribución radical de la tierra, una política de convivencia intercultural basada en el fortalecimiento cultural y social de las comunidades, políticas de ciencia y tecnología plurales que se surtan de los múltiples conocimientos y concepciones de vida, e infraestructuras de apoyo en cada localidad y región. Gracias a las visiones sobre la transición, lo imposible se vuelve pensable; lo pensable, realizable. Surgirá otra “Colombia”, ecológica y plural, a medida que deja atrás ese llamado desarrollo que hoy la devasta.

Manuel Rodríguez
Fue el primer Ministro de Medio Ambiente que tuvo Colombia. Presidente del Foro de Bosques de las Naciones Unidas en 1996-1999 y 2004-2005 y miembro de la Comisión Mundial de Bosques y Desarrollo Sostenible. En 1997 contribuyó a la creación del Foro Nacional Ambiental, una alianza de organizaciones ambientalistas. Su idea: un reajuste de la tasa del uso del agua.

La reciente tragedia invernal hizo evidente el deterioro y destrucción de diversos ecosistemas críticos para la regulación del agua —páramos, bosques protectores de las cuencas hidrográficas y humedales— y el imperativo de restaurarlos.

¿Pero dónde está la plata para financiar esta monumental tarea de largo plazo que debe iniciarse de inmediato? ¿Acaso hay que recurrir a la asignación de recursos de emergencia de las arcas públicas o a la caridad de los cacaos y otros filántropos nacionales o internacionales? Seguramente estos expedientes no sobrarían, pero ante todo debemos recurrir a la implementación plena de viejas ideas consagradas en la ley y no tratar de reinventar la pólvora.

Según un juicioso estudio del economista Guillermo Rudas, un reajuste de la tasa del uso del agua, establecida en el código de los recursos naturales de 1974, pasándola de setenta centavos (que la hace gratis en la práctica) a siete pesos por metro cúbico, produciría $150.000 millones al año. ¿No es, acaso, grotesco que el Acueducto de Bogotá pague a Parques Nacionales la irrisoria suma de 200 millones de pesos al año por el suministro del 80% del agua de la ciudad que procede de Chingaza, unos recursos absolutamente insuficientes para proteger este ecosistema? ¿Por qué diablos hay que regalar el agua a las empresas agroindustriales, permitiendo, así, que no paguen por la protección de los ecosistemas que les proveen el precioso líquido? Pero la tasa de uso no solamente produciría nuevos recursos para la protección de las cuencas, sino que incentivaría a los usuarios a hacer mejor uso del agua.

Si los municipios y departamentos destinaran el 1% de su presupuesto a la protección y restauración de las cuencas que abastecen el agua a los acueductos municipales, tal como lo obliga la ley desde 1993, se producirían recursos adicionales por $500.000 millones al año. En los dieciocho años de vigencia de esa norma, según la Contraloría General, solamente se han destinado a este fin irrenunciable el 16% de los recursos potenciales. ¡Sí que nos han faltado un Contraloría y unos ministerios de Hacienda y del Ambiente que hagan cumplir la ley!

Son dos políticas establecidas de tiempo atrás que se han implementado parcialmente, con el inocultable y escandaloso fin de proteger poderosos intereses. Allí se encuentran $650.000 millones potenciales al año (equivalentes al 40% del presupuesto del Sistema Nacional Ambiental), que si se invierten con eficacia (o no se los roban), podrían contribuir a subsanar los daños que se han perpetrado a nuestro medio ambiente y a hacer el país menos vulnerable a las inevitables y crecientes olas invernales y sequías que el calentamiento global y La Niña-El Niño nos deparan.

Margarita Marino
Antropóloga y filósofa. Exdirectora del Inderena. Perteneció a una de las comisiones mundiales sobre Medio Ambiente y Desarrollo de Naciones Unidas. Fue asesora de la Comisión para la Educación del Siglo XXI de la Unesco. Su idea: un Consejo Permanente de Sostenibilidad.

Lo que nos enseña la actual emergencia es que el desarrollo tiene que rediseñarse dentro de las realidades ambientales. La crisis devela, entre otras cosas, una reiterada ocupación equivocada del territorio, una marcada ausencia de conocimientos y valoración de nuestros ecosistemas y el desconocimiento ciudadano de los derechos ambientales.

Sin negar que las decisiones ambientales son asuntos de poder, lo que es claro es que la prosperidad estable sólo puede ser alcanzada aquí y en todo el mundo si los ecosistemas esenciales y el ambiente son salvaguardados. En este tránsito hacia el desarrollo sostenible hay que desafiar antiguos conceptos y proponer nuevos paradigmas.

De hecho, una visión simplificada de los temas ambientales resulta en efectos que empobrecen a comunidades y culturas. Por ejemplo, la política de minería que tiene en cuenta únicamente el factor de inversión y precios sin considerar el agotamiento de los recursos, la restauración, los cambios en el territorio y en la vida de los pobladores, resulta, como se ha demostrado, en el empobrecimiento ambiental y social.

En estos tiempos, habría que plantearse proyectos urgentes de restauración ecológica, la reubicación de poblaciones en riesgo, los cinturones verdes alrededor de las ciudades, el apoyo a la seguridad alimentaria, la defensa de los páramos, el reforzamiento del monitoreo, controles y sanciones a las extracciones de recursos y proyectos de infraestructura. La reorganización de las capacidades institucionales y su articulación con las instituciones académicas, organismos sectoriales y regionales (las reformas de las CAR), pero sobre todo la responsabilidad de los ambientalistas en enriquecer las propuestas ambientales en la nueva ley de ordenamiento territorial, que debería llamarse la ley de asentamientos y uso del territorio.

Ocurre que nada de esto puede hacerse sin conocimientos, ni ciencia, ni experiencia. Mi sugerencia principal sería la de un impulso nuevo y decidido de apoyo y difusión de la ciencia y promoción de las innovaciones ambientales y un Consejo Permanente de Sostenibilidad, que se organice bajo la tutela de la Academia de Ciencias, que promueva inventarios regionales de patrimonio natural, que analice e influya en las decisiones de la política, dirima los conflictos sobre el uso de los recursos presentando los argumentos científicos para su defensa.

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