La dictadura judicial, ¿síntoma de impunidad?

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Es indudable que el derecho es un mecanismo que existe para regular la conducta humana, para buscar nuestra armónica convivencia social y, en todo caso, se aplica para evitar la ilegalidad y la arbitrariedad”.

Autor: Héctor Jaime Guerra León*

De este traumático asunto han dado cuenta multiplicidad de hechos en los que se han visto involucrados miembros de la judicatura, llámese jueces, magistrados, fiscales e incluso procuradores, aunque de paso recordemos que el ministerio público no hace parte de la rama judicial; no obstante, la verdad es que tiene una estrecha relación con ella. Digo traumático, porque no existirá mayor injusticia, al interior del Estado de Derechos, que las actuaciones del juez que no estén rigurosamente supeditadas al orden jurídico vigente; es decir, bajo el imperio del debido proceso, pues su fundamental misión en la sociedad es el de administrar pronta y sana justicia.

La Rama Judicial “es la encargada de hacer efectivos los derechos, obligaciones, garantías y libertades consagradas en la Constitución y en las leyes, con el fin de lograr y mantener la convivencia social”, de allí la importancia de que sus actos se desarrollen en el marco de la más absoluta ritualidad, en la que deben prevalecer valores como: verdad, seriedad, objetividad, prontitud y trasparencia, entre otros. Cuando esos principios no se respetan, el proceso judicial puede incurrir en los más aberrantes actos de injusticia y colocar en riesgo unos de los más básicos postulados que regulan a las ramas del Poder Público y que consiste en que en su accionar deberá darse una “colaboración armónica entre las entidades públicas para servir a la comunidad, promover la prosperidad y garantizar los principios y deberes consagrados en la Carta (Sentencia T-110/16). Esa desviación puede ocurrir, cuando en ejercicio de sus deberes misionales, un juez o una corporación judicial, pueda usurpar funciones que son propias de otras instancias de poder, entiéndase del legislativo, del ejecutivo o cuando –por acción u omisión- extralimitan las facultades propias de sus cargos.

La impunidad es el mejor amigo de la corrupción en Colombia”, es la fría y diciente conclusión a la que han llegado veteranos comunicadores y consagrados investigadores de esta difícil problemática nacional, como Juan Gossaín (escritor Periódico El Tiempo, 02/10/2019) y ello sucede, sin lugar a dudas, por muchas causas; pero una de ellas, indudablemente, radica en la falta de una verdadera e integral operatividad de la rama judicial, encaminada, como debiera ser, a contrarrestar abierta y directamente la actividad delincuencial, como es su misión en el área penal y, en general, para evitar todo tipo de ilegalidad.

Es indudable que el derecho existe para regular la conducta humana, para buscar nuestra armónica convivencia social y, en todo caso, se aplica para evitar la ilegalidad y la arbitrariedad. Lo paradójico es que, según dicen estos informes, “una alarmante cifra del 94% de los delitos cometidos en nuestro país, se quedan sin sanción por parte de la Justicia. Los grandes delincuentes no van la cárcel, los mandan para la casa…”. Agregan que algunas de las causas son -desde luego, los vencimientos de términos, por la mora en los trámites y decisiones; abrumadora congestión y desorden (que son precisamente la multitud de asuntos que no se han podido resolver); el exceso de beneficios como la casa por cárcel (por no mencionar sino uno de los muchos que existen), entre otras tantas trabas que –dice Gossaín– tiene el sistema penal y que hacen casi imposible que un delito pueda ser sancionado con la drasticidad y rigor que su lesividad al orden jurídico y a la sociedad, ameritan.

A propósito de todo esto, el ex magistrado Carlos Betancur Jaramillo, uno de los más insignes maestros del Derecho público en nuestro país, en la presentación de su obra cumbre “Derecho Procesal. Administrativo”, escribió con toda claridad que “Desde hace algún tiempo, lo reconozco, invadido de un penoso pesimismo, creo que lenta pero imperceptiblemente vamos hacia la dictadura de los jueces. Subversión y es lo más preocupante, que no es ni siquiera intencional. No, las cortes, en medio del caos, se autonombraron los nuevos mesías para llenar las falencias de los demás órganos del poder”.

Es contundente e inmensamente preocupante, la concepción que experimentados miembros de la misma Rama judicial y grandes estudiosos de la problemática colombiana, como en efecto lo es el señor ex presidente del Consejo de Estado, Betancur Jaramillo, cuando, para la presentación de su más destacado trabajo, se ha atrevido a afirmar cosas como estas: “Me duele pensar así, porque me duele el país, me duele el poder judicial en el que laboré, orgulloso, durante casi cuatro décadas; y me duele tener la sensación de que los colombianos estamos contentos con un desbarajuste institucional que nos conviene”.

Nótese como al interior de la conciencia jurídica nacional, representada en esta ocasión en académicos de la talla del jurista citado, se tiene total claridad sobre la nefasta situación de caos y de desorden que han invadido a la institucionalidad social y política y, con ellas, al orden jurídico, lo cual pone en serio riesgo valores constitucionales tan básicos y necesarios para la integridad del Estado Social y democrático de Derechos, como la sana convivencia y el bienestar general de la comunidad, pues en un país en donde no prevalezcan -porque no se respetan- los principios de legalidad y del debido proceso y donde no existe el imperio riguroso de la ley, devendrán inevitablemente la anarquía, la injusticia y, desde luego, la arbitrariedad, pues los delitos cometidos en medio de tal descomposición, jamás podrán ser totalmente esclarecidos y mucho menos castigados como es debido, reinando para ellos la impunidad absoluta.

Por ello es tan determinante que exista –como ordena la Constitución- para la búsqueda del bienestar general (art. 366 CN), que es uno de los principios básicos que rigen nuestro Estado, un verdadero equilibrio, una auténtica “colaboración armónica” entre las diferentes ramas del poder público, en el que cada una cumpla -sin exceso o dilaciones- su papel y no ocurra, como dice el tratadista antes citado “…es de ocurrencia frecuente que cuando en Colombia nos sentimos incapaces para hacer cumplir la ley, la cambiamos por otra para liberarnos de cierto complejo de culpa; como sucede también cuando un organismo del Estado se corrompe y le cambiamos simplemente de nombre. Y legislamos para impresionar, para el aplauso de la prensa o la tribuna y no nos desvela la suerte de los destinatarios de la ley, a menos que los podamos captar como botín electoral”.

Cuando en el funcionamiento del poder público se generan esas desavenencias y desequilibrios y se permite que se contrapongan unos poderes, sin total apego a los principios que regulan su trabajo y cooperación armónica, es que pueden surgir protuberantes anomalías, en las que puede devenir asuntos tan delicados y complejos como que los jueces, tratando de encontrar, casi siempre de buena fe, soluciones a dichas problemáticas, como los que ya se han presentado en el fenómeno conocido como el famoso “choque de trenes”, una de cuyas manifestaciones (causas) pudiera llegar a ser simplemente la dictadura o lo que otros analistas de estos temas han querido llamar como “el gobierno de los jueces”.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación y el Desarrollo Comunitario; en Derecho Constitucional y Normas Penales. Magíster en Gobierno.

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