Un mercado Corrupto… Tiene huevo

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Daniel Samper

Pedí a mi mujer que me permitiera comprar el mercado en el turno para hombres del “Pico y género”: aquella medida inventada por Claudia López para alternar la salida a la calle entre hombres y mujeres, y detectar a simple vista a los infractores.

 

Podrían haber logrado lo mismo con fórmulas como el “pico y gordos”, por ejemplo; o “pico y calvos”: de ese modo, además, yo podría ver la luz del sol todos los días.

Pero la alcaldesa prefirió turnar la salida según el género (acción, comedia, terror), y yo pensaba aprovechar la oportunidad para tomar un breve respiro.

Antes debo decir que me he comportado con serena madurez durante la pandemia, si bien a mis hijas les resulta exagerado que me vista de apicultor para recibir los domicilios, y los transporte a la cocina con unas pinzas especiales, como si fueran piezas de uranio.

Pero salir a la calle me representaba una liberación salvadora que no sería como ir a Cuba, claro que no; pero no estaba mal.

— ¿Tú? ¿En el mercado? –se rió mi mujer.

— ¿Qué tiene de malo? –me defendí.

— Que no diferencias una papaya de un aguacate –se burló.

— Papaya es la que da la “influenzer” María Fernanda Cabal cuando dice que el coronavirus es una simple “influencia”; aguacates, los policías que cogieron a bolillo a la gente en Ciudad Bolívar –le dije para zanjar la discusión.

El listado que me dictó tenía más artículos que el decreto del gobierno. Encargó huevos, carne, atún, pastas, frutas. Botellas de agua saborizada como si trabajara en la Fiscalía. Pan. Jabón. Gel antibacterial.

Preparé entonces mi pinta desde la noche anterior. Elegí un tapabocas que combinara con la camisa y, tan pronto como el sol asomó la cabeza, me bañé por primera vez en la semana y salí a la vida.

Por las calles vacías silbaba el viento. Familias de animales silvestres, como venados, atravesaban sin prisa la avenida Boyacá. En la puerta del mercado, varones de diversas edades sabían guardar distancia, a diferencia de Iván Duque con el Ñeñe Hernández.

Por las góndolas deambulaban hombres que no sabían qué diablos era una piña perolera o cómo se elegía un aguacate para hoy, pero compraban valiosos minutos de libertad en el intento de descifrarlo. Algunos competían en los corredores cuando se les adelantaban en el carrito.

— ¿Si no hay chatas, llevo narizonas? –preguntaba uno en la sección de cárnicos.

— Me dijeron que buscara sapotes en frutas, pero allá no quedan anfibios de ningún tamaño –se quejaba otro.

Saqué adelante los encargos con una tenacidad que a mí mismo me pareció conmovedora. Compré atún, que estaba regalado: a menos de 19 mil pesos la lata. Compré almendras, cacahuetes y granos integrales que, si bien no estaban en la lista, hacían parte de las cinco comidas diarias recomendadas por el Ministerio de Salud, o por Sasha Fitness: no lo recuerdo ahora.

Incluso coticé un pan de molde con un panadero que sobrellevaba con discreción su opulento salario, al punto de que más parecía el humilde ejecutivo de una petrolera.

De regreso a la casa las calles continuaban irreconocibles. ¿En qué momento la ciudad es este lugar extraño en que un día salen las mujeres y otro los hombres; los barrios pudientes lucen tan deshabitados como los conocimientos científicos de María Fernanda Cabal, pero los populares están atestados de personas que rugen de hambre, y una lata de atún vale más que un litro de gasolina?

En la cocina desempaqué y desinfecté las provisiones delante de mi esposa.

— ¿21 latas de arvejas “petí puá”, 32 latas de duraznos en almíbar y tarros de macadamias? –me recriminó mientras sacaba los objetos.

— Entendía la lista como una guía que podía interpretar –me defendí.

— ¿Y cuanto te costó?

— Siempre una platica –le reconocí-: como quinientos mil pesos.

Me cuestionó el mercado como si lo hubiera comprado Elsa Noguera: por lo caro, por lo inútil. Me hizo sentir como Eduardo José González, el funcionario de presidencia a instancias del cual, según importante denuncia de Juan Pablo Calvás, facturaban a 117 mil pesos mercados que en Carulla cuestan 80 mil.

— ¿Y estos diez galones de Fabuloso? –atacó mi mujer.

— Para que nos los inyectemos como dijo Trump –me defendí.

— ¿Y los huevos?

— Huevos no había, pero ya retiré las cesantías para comprar una canastilla al alcalde de Abejorral, que los tasaba a 18 mil…

— ¿O sea que no los trajiste?

— No.

— ¡Tienes huevo! –me reclamó- ¿Y el gel?

— Imposible. Estaba como Carrasquilla: por las nubes…

— ¿Y las pastas?

— La farmacia estaba cerrada…

El colapso del mercado de las bolsas no era nada frente al colapso de mi propio mercado, según mi mujer lo desempacaba de las bolsas, precisamente.  Todo le resultaba indignante e ineficiente. Por momentos no sabía si se refería a mí o a la gestión del propio Carrasquilla.

Esto se llama sobrevivir a la cuarentona, pensé: solamente sabe criticar. Mi mujer es la Petro de la relación, y yo la Claudia: aunque, a diferencia de Claudia, yo no entró en conflictos con Duque, que sería mi hija mayor: la que está en clases de guitarra.

Al día siguiente sacó tiempo del teletrabajo y regresó del mercado con la lista comprada. Traté devolverle sus odiosas labores de fiscalización criticándola por haber comprado tantas papayas.

Pero no eran papayas: eran aguacates

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