Lo primero que me sorprendió fue lo grandes que están: prácticamente irreconocibles. Por algunos rasgos que todavía sobreviven en sus caras de mujeres hechas y derechas, pude saber que efectivamente se trataba de mis hijas.
—¿Me pasas la sal, por favor? —le dije a una.
—Perdón, ¿tú quién eres? —indagó, precavida.
—Soy tu papá.
—¡Te ves distinto en las fotos!
—¿Y tú quién eres? —le pregunté.
—Soy Paloma, la menor.
— ¿Y la mayor?
—La mayor es la que está con los audífonos.
Hacía por lo menos cinco años que no nos hablábamos mirándonos a la cara, de modo que el impacto mutuo de conversar de semejante manera nos envolvía en una suerte de timidez que fuimos superando poco a poco.
—¿Nada que llega la señal? —interrumpió la mayor, mientras se quitaba los audífonos.
—Nada —dijo la menor chequeando el celular.
El día había comenzado como cualquier lunes bogotano, tedioso y gris. Todo parecía en su puesto. En el grupo de WhatsApp de la familia, mis tías ya habían mandado una foto de la virgen con unas oraciones escritas en letra cursiva; en el de “Paseo Finca Amigos” circulaba el video de un ladrón al que le daban una muenda; en el de “Paseo a la Finca amigos de siempre” (porque, como casi todo el mundo, tengo por lo menos seis o siete grupos bautizados con nombres alusivos a paseos a finca) alguien había enviado un meme con un Piolín que felicitaba por el cumpleaños a un miembro: la misma persona de cuyo aniversario de nacimiento la página de Facebook me notificaba.
Como dictaba la rutina, aquella mañana ya había observado en Instagram las fotos ligeras de ropas, y en poses provocadoras, de actrices y modelos con textos en que advertían que el universo conspira para que uno sea feliz e invitaban a aceptarse y honrarse como uno es, con ese verbo: honrarse. Modelos y actrices admirables que subían fotos de sus bebés con escritos en que les hablaban a ellos: “Mi Mati hermoso, gracias por ser mi maestro, gracias por enseñarme a ser mamá”. Era un lunes ordinario, digo, y ya había repasado cada una de esas fotos y ya había respondido mentalmente a cada actriz, modelo o influenciadora que tu Mati hermoso tiene cinco meses: no sabe leer, no tiene cuenta en Instagram. No le escribas a él, que además no es tu maestro: es tu hijo. Y no te honra.
A las 9:38 de la mañana, el icono de WhatsApp señalaba que había recibido cinco mensajes: un audio de 1:47 segundos de un número desconocido y otro, también sin identificar, de alguien que saludaba en diversos renglones: “Hola Daniel”, decía el primero, acompañado por el emoticón de una cara feliz; “¿Cómo estás?”, decía el segundo; “¿Todo bien?”, decía el tercero; “Espero que todo marche bien”, decía la cuarta e insólita línea de alguien que aún ni me decía su nombre ni escribía a las claras qué quería: “Omitir intro”, casi le digo a través de un sticker. La excesiva buena educación es mala educación en WhatsApp. Vayamos al punto. Y, más importante aun, no mandemos audios: ni un solo audio largo, ni muchos audios cortos: ¿por qué existe gente que manda audios sin conocer el destinatario? ¿A cuenta de qué asumen esa confianza?
La única persona que tiene derecho a enviarme audios como le venga en gana es mi señor padre, dueño de una relación completamente tóxica con el WhatsApp. Cada mensaje viene precedido por tres pequeños audios vacíos en que no se da cuenta de que está grabando: posteriormente manda un audio en que se queja de que el audio que está grabando no esté grabando; luego envía un nuevo mensaje en que repite lo que acaba de decir, porque supone que el audio anterior no se grabó, o no se envió, y cuenta, de todos modos, la anécdota de que lo grabó, pero que el audio no se fue, o se borró: seis o siete audios después, confiesa que olvidó para qué me buscaba. Hasta que lo recuerda y manda un último audio torrencial, de 19 minutos, prácticamente un podcast que oigo agradecido mientras pienso que podía haber sido peor. El papá de una amiga, por ejemplo, manda chats como si fueran un Marconi: “favor pagar luz recibo finca”.
Fue precisamente contestando uno de los audios de mi papá cuando observé que el chulo del mensaje no volaba. Así me enteré de que Facebook, Instagram y WhatsApp hicieron lo mismo que Martuchis: se cayeron delante de todo el mundo. Más de tres mil millones de personas quedamos como niños de vereda en tiempos de Karen Abudinen: sin señal. Familias del planeta entero debían almorzar mirándose a la cara, como yo.
Para romper el hielo, las animé con un recuerdo.
—En mi época —les dije —la gente no enviaba notas de voz. Existía por entonces algo que denominábamos “el número fijo” y cada casa tenía el suyo: hoy en día solo lo usan los papás —relaté mientras me sentía como don Tito De Zubiría.
Pasé la bandeja de la ensalada mientras me guardaba por dentro la impresión de que la menor ya parecía adolescente.
—Uno llamaba a la casa de una amiga —continué—, y las hermanas descolgaban el teléfono desde otro cuarto y preguntaban con absoluta indecencia si la llamada se demoraba.
Durante todo el almuerzo evoqué en voz alta mis épocas de hombre analógico: los teléfonos públicos que funcionaban con monedas de un peso; las caminatas al Telecom del pueblo cuando uno salía a una finca; el “chismógrafo”, predecesor del Facebook, en que uno respondía un cuestionario en un cuaderno, mientras leía las respuestas de los demás. Fue en ese momento cuando mi hija despertó.
—¿Y si también se cayó Google? —abrió los ojos con angustia.
—¿Cuál eres tú? —indagué.
—La mayor.
—Pues si se cae Google, consultas en una enciclopedia.
Que qué era una enciclopedia, preguntó: que dónde se descargaba.
Durante todo el día no tuvimos más remedio que hablar. Supe de sus gustos; me enteré de sus sueños que eran, básicamente, el mismo: que reactivaran la señal de WhatsApp cuanto antes.
Cuando mi mujer llegó del trabajo aquella noche, la señal se terminó de reestablecer y las niñas se sumergieron cada una en su teléfono. Quien sabe cuántos años pasarán para que pueda volverlas a ver. Aquella vez me perdí La voz senior por oír un audio de mi papá de 23 minutos en que pensé que me daría las gracias por enseñarle a ser papá, y me honraría. Pero solo comentaba que había tratado en vano de mandarme mensajes todo el día. Antes de dormir mandé un chat a las niñas: favor apagar luz sala.