«Uno acaba siendo el único dueño de sí mismo. Nadie cuyos pensamientos controlen los míos, nadie cuyos gustos o caprichos pesen sobre mí. Es entonces cuando el alma comienza a crecer en su libertad recién adquirida y se experimenta una inaudita paz interior, una alegría tranquila y un sentimiento de seguridad y de responsabilidad sobre uno mismo».
Por: Luis Suárez Mariño – ethic
¿Quién nos iba a decir cuando brindábamos con esperanza por el nuevo año que, tan solo tres meses después de iniciar una nueva década, íbamos a vivir una experiencia única, solo imaginable para los creadores de historias sobre futuros distópicos? Finalizado ya el estado de alarma y entrando en un periodo de «nueva normalidad», me pregunto qué hemos aprendido como personas más allá de lo que hemos aprendido como sociedad: ¿hasta qué punto el encierro forzoso nos ha ayudado a conocernos mejor, a ser más conscientes de nuestra propia existencia, de nuestra fragilidad y a ser más compasivos con nuestros semejantes y, por todo ello, algo más sabios? Por
Cada historia perrsonal es única e irrepetible. Todas y cada una de ellas podrían dar lugar a un testimonio colectivo sobre la existencia durante la pandemia, sobre lo vivido y aprendido. Más allá del ruido político, amplificado por los distintos medios de comunicación hasta llegar por momentos a hacer imposible la capacidad de escuchar a nuestro propio ser, la recopilación de los relatos personales e íntimos de cada uno podría ser objeto del libro más aleccionador para todos. Hablamos de lo vivido y lo sentido en primera persona por quienes sufrieron en sus carnes los efectos de la COVID-19 y se vieron a las puertas de la muerte, por aquellos otros que estuvieron luchando contra la enfermedad en primera línea, por los cuidadores de personas mayores que se sintieron sobrepasados, impotentes y desasistidos. En definitiva, de lo vivido y experimentado por cada uno de nosotros, tanto por aquellos que pasamos el confinamiento en compañía de nuestra pareja o de nuestros hijos, como por aquellos otros que lo pasaron en la más estricta soledad.
¿Hasta qué punto hemos aprendido?
Este encierro no ha tenido parangón con ninguna situación anterior a lo largo de la historia de la humanidad. Principalmente porque la tecnología nos ha permitido –al menos a muchos de nosotros– seguir conectados, incluso más conectados que nunca antes en nuestras vidas. Han proliferado las videollamadas por Skype, por Whatsapp o por otras aplicaciones semejantes, el trabajo se ha realizado a distancia y el martilleo constante de noticias en directo transmitidas por la red exigían de nosotros inmediata atención. Ha sido precisamente la recepción casi continua de noticias, datos, opiniones y de retransmisiones en directo de las comparecencias de representantes públicos donde prácticamente el único tema de atención era la pandemia o lo que hacía o dejaba de hacer el gobierno o la oposición, lo que ha doblegado mis fuerzas hasta el punto de que hace una semana he desconectado por completo. Y ahora, de manera casi física, reniego de la recepción de cualquier noticia sobre el tema. Además, me arrepiento del tiempo perdido al ser consciente de que la abrumadora mayoría de la información recibida era concebida para que tomáramos partido, a favor o en contra, para provocar filias o fobias, según el interés de unos u otros. Esto ha ido empobreciéndola finalmente en su genuina realidad tras conseguir, eso sí, nuestro agotamiento a fuerza de exigirnos una toma de postura, siempre irreconciliable con la que se posicionaba la «otra trinchera». Cuando el encierro y la pérdida forzosa de contacto físico con los otros parecía que no había servido para ayudarnos a profundizar en el propio conocimiento, casi al final, como respuesta ante la saturación informativa, ha aparecido la necesidad de buscar desesperadamente el silencio necesario para recomponer nuestra vida.
Con este artículo termino la serie de los escritos en esta imprevista época de encierro. Todos ellos han tomado como excusa, o hilo de reflexión, una película vista durante estos cien días. En esta despedida, ante el umbral de la «nueva realidad» quiero recordar el documental 1oo días de soledad (2017), basado en el reto personal del asturiano José Díaz Martínez, que se propuso escapar del vértigo de la ciudad y vivir cien días en absoluta soledad en su cabaña del parque natural de Redes, entre los concejos asturianos de Caso y Sobrescobio.
«Ahora ha surgido la necesidad de buscar desesperadamente el silencio necesario para recomponer nuestra vida»
Un documental en el que mi paisano emula –según explica en su blog– la experiencia de Thoureau en los bosques a orilla del lago Walden, donde se retiró a vivir en una cabaña construida por él mismo durante más de dos años en la más absoluta soledad porque «quería vivir deliberadamente solo para hacer frente a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, y no descubrir al morir que no había vivido».
La película, rodada por el propio José Díaz con ayuda de un dron, aúna la belleza esplendorosa de la montaña y los bosques de Redes –su cambiante aspecto desde que comienza el otoño hasta que llega el invierno y caen las primeras nieves-, con las imágenes de la vida diaria de José cuidando de su huerto, su gallinero, o su caballo Atila; recogiendo y cortando leña; ocultándose durante horas a la espera de poder ver al lobo o a otros animales que habitan el bosque atlántico; ascendiendo a las cumbres para capturar con el dron imágenes bellísimas del hayedo de Redes y las cumbres que lo circundan, o pasando la noche en una cabaña de altura, escuchando el viento del Norte y el aullido del lobo. Todo ello viene acompasado por el relato en off del propio José. Un relato que refuerza la autenticidad del documental en el que José, con extrema sencillez, nos habla de los sentimientos que embargan el recuerdo de su mujer e hijos, el de su hermano muerto a destiempo, o su relación con los animales, el bosque, el viento, la lluvia, el sol, la nieve y las cumbres a las que asciende.
La película, cuyos derechos ha adquirido Netflix y que obtuvo nueve nominaciones a los Goya y el premio especial del Jurado en el festival de Jackson Hole Wildlife (considerado como los Oscar del cine de naturaleza), ha tenido un éxito inesperado para José Díaz que, en una entrevista para La Vanguardia con motivo del estreno del documental, recordaba cómo en el bosque se sentía plenamente acompañado: «Los árboles me hacen compañía, se mueven. Conozco los movimientos de los animales, reconozco sus ruidos y sus olores». Asimismo, rememorando su proceso de adaptación a esa vida en soledad decía: «En la ciudad, los sentidos están aletargados, medio muertos, precisamente porque están sometidos al ruido y la contaminación. Una vez que el ser humano se relaciona con la naturaleza durante un tiempo prolongado, esta le cambia todo: las sensaciones, la forma de estar, el ritmo de su vida». Y añadía: «Tengo 52 años, trabajo desde antes de los 19 años. Me olvidé de mi empresa, de mis clientes, de mis obligaciones. Es como si nunca hubiera trabajado. Como si mi situación natural siempre hubiera sido vivir en la montaña. Viví malos momentos, pero siempre eclipsados por los buenos. Viví sin la compañía de una televisión; el fuego me enseñó cómo hacerlo. Dispuse del tiempo a mi antojo pero sin dejar de ser disciplinado. Sentí la dureza de la soledad de forma implacable y aprendí mucho de ella. Subsistí a base de austeridad y todavía me sobraron muchas cosas».
«Buscar la soledad resulta imprescindible para escucharnos a nosotros mismos»
Tanto Thoreau como José Díaz nos enseñan con sus relatos que el ser del hombre libre está unido de manera necesaria a la naturaleza y que cuando volvemos a ella y nos desatamos de las ataduras de la civilización, el hombre se reencuentra así mismo. Se convierte, como recordaba José parafraseando a Mandela, en «capitán de su alma y timón de su destino». Con su experiencia, José Díaz nos muestra en palabras de Pablo d’Ors en su Biografía del silencio (Siruela) que la clave de casi todo está en la magnanimidad del desprendimiento. Es decir, del desprendimiento de todo aquello superfluo que nos propone constantemente la sociedad de consumo y del desprendimiento de los prejuicios que nos impiden escuchar las propuestas de aquellos que etiquetamos previamente en una ideología o en otra, rechazando a priori sus argumentos y razones.
Como escribe también d’Ors en ese libro, «sería estupendo ver algo sin pretensiones, gratuitamente, sin el prisma del para mí…, esa avidez compulsiva es la que nos destruye». Y continúa: «Me gusta o no me gusta: es así como solemos dividir el mundo, exactamente como la haría un niño. Esta clasificación no solo resulta egocéntrica, sino radicalmente empobrecedora y, en último término –como concluye d’Ors- injusta».
Para conseguirlo resulta necesario alejarse, huir del exceso de información que, gracias o por culpa de la tecnología, es tan profuso y tan constante que apenas nos permite ser algo más que autómatas pasando de una noticia a otra y con cada vez menos capacidad de disociar la noticia de la opinión. Buscar la soledad y el silencio, que echamos de menos sin ni siquiera saberlo, resulta imprescindible para escucharnos a nosotros mismos, a los demás y a la naturaleza, tan necesitada de cuidados urgentes y a la que también la COVID-19 ha dado una oportunidad de regeneración que convendría seguir prolongando en la «nueva normalidad».