El balón rueda en el campo, aunque aún no se sabe de quién es la posesión. ¿Es de los jeques o, por el contrario, es del pueblo? La incursión de los petrodólares en el deporte rey ha sacudido los cimientos de lo que antaño era un inocuo festejo colectivo: hoy, sirve de alfombra roja para ideas y premisas completamente contrarias a los valores europeos.
Por: ETHIC
El 21 de noviembre de 2022, el periodista Grant Wahl se disponía a entrar en el estadio Ahmad Bin Ali de la ciudad de Al Rayyan, en Catar, cuando un miembro de seguridad le cortó el paso. Se celebraba el partido entre Estados Unidos y Gales, parte del mundial de fútbol que acogía el país. Wahl les preguntó a las personas que le cerraban el paso –ya eran varias– la razón del veto. La seguridad le señaló la camiseta que portaba: o se la quitaba o no entraba. La camiseta no era nada especial, no rezaba ninguna consigna y ni siquiera contenía una bandera. Solo el dibujo de un balón rodeado de un arcoíris. Prohibido entrar con eso.
Era un hecho pequeño en un lugar concreto que representaba un asunto gigantesco en un mundo global. Wahl no podía entrar porque ese arcoíris se identifica con los homosexuales y el país donde se celebraba el mundial considera ilegal, pecaminoso y ofensivo ser gay. Y lo castiga con tortura y cadena perpetua. El partido se celebró, Wahl fue detenido (y liberado horas después) y el mundial siguió su curso. Se da la circunstancia de que Wahl murió días después en Catar por un problema cardíaco. Y a pesar de que su hermano acusa directamente al régimen catarí de su muerte, todo apunta a que se trató de una causa natural.
Hubo muchos más incidentes de este tipo durante aquel mundial. Todos al mismo nivel de infamia y vergüenza. Once días después de aquel Estados Unidos-Gales, un aficionado fue detenido (lanzado al suelo y esposado) por llevar una camiseta donde se leía: «Mujeres, vida, libertad». Tres conceptos que, se ve, no gustan en Catar.
El Mundial de Catar fue, para muchos, el mundial de la vergüenza. La claudicación final del fútbol al negocio. Un juego surgido de la gente para la gente, un acto popular y comunal que ha sido intoxicado de forma irremediable por el lucro. No es un asunto nuevo. En los años 90, las grandes corporaciones ya entraron en un deporte hasta ese momento humilde y artesano.
En la década siguiente llegaron los primeros millonarios, casi siempre rusos. Cómo olvidar a Dimitri Peterman (de origen ucraniano). Después aterrizaron los chinos (también magnates de Singapur o Tailandia) y, finalmente, ha llegado el golfo Pérsico. Entre todos han transformado el fútbol en un artefacto cada vez más inaccesible. Esto podría ser un problema menor, el pataleo de los nostálgicos, pero hay una lectura de fondo y es la que tiene que ver con la ausencia de escrúpulos. El fútbol se ha vendido a quien odia a las mujeres, la vida, la libertad y los arcoíris.
El Mundial de Catar fue, para muchos, la claudicación final del fútbol al negocio
Llegados a este punto: ¿es que los habitantes del golfo Pérsico odian estas cosas? Probablemente no todos. Definitivamente, no las mujeres y los homosexuales. Pero quien seguro que sí, porque se empeñan en demostrarlo, son sus dirigentes (todos hombres) de Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Catar, millonarios salafistas —corriente ortodoxa del islam— que controlan Estados como si fueran cortijos donde la vida se rige a través de la sharia o ley islámica. En sus esferas privadas celebran fiestas empapadas en alcohol y drogas, viajan a Marbella donde están con prostitutas y gastan ingentes cantidades de dinero en caprichos como leones que les sirven de mascota o colecciones de Lamborghinis. En su faceta pública, obligan a sus mujeres a caminar dos metros detrás de ellos cubiertas de la cabeza a los pies, casan a sus hijas por conveniencia, prohíben el alcohol a sus ciudadanos y los torturan si sospechan que son homosexuales. Es decir, utilizan sus creencias religiosas como ideario político, pero no como brújula vital: son islamistas y salafistas solo cuando alguien mira.
El secuestro de una fiesta colectiva
Diferenciado ya el islam del islamismo (creencia religiosa de ideología) cabe preguntarse cómo este escenario ha entrado en el fútbol hasta el punto de amenazar con controlarlo.
En 2008, el Abu Dhabi United Group, un grupo de inversión liderado por el jeque Mansour bin Zayed Al Nahyan, se hizo con el Manchester City. Lo hizo a través de un conglomerado llamado City Football Group, que posee, además del equipo de Manchester, once clubes profesionales más, entre ellos el Girona FC. ¿Qué ocurrirá si un día Girona y Manchester City se cruzan en una competición europea? La UEFA, se supone, prohíbe la multipropiedad de clubes, algo que no parece importarle mucho al jeque Mansour, miembro del Consejo Supremo del Petróleo y consejero de la Sociedad de Inversión Internacional del Petróleo. El artículo 80 del Código Penal de Abu Dhabi, por cierto, castiga la sodomía con 14 años de cárcel.
Qatar Investment Authority (QIA) es un fondo soberano de inversión perteneciente a Catar y fundado por el emir Hamad bin Khalifa Al-Thani. En 2005, se hicieron con el Paris Saint-Germain, que disfruta de pertenecer a un fondo alimentado por los beneficios que genera el petróleo y el gas natural. Al-Thani, según Forbes, es una de las diez personas más ricas del mundo. El castigo legal en Catar para una mujer casada que tiene una relación extramatrimonial, por cierto, es la muerte.
Hace un mes hemos sabido que el Fondo de Inversión Pública de Arabia Saudí (PIF) se ha hecho con el control de los cuatro mejores clubes del país. Inyectados por un fondo cuya valoración se estima en 650.000 millones de dólares, la intención de Arabia Saudí es convertir su liga en la quinta mejor del mundo en solo cinco años. Para ello han comenzado a fichar jugadores de clubes europeos a precios marcianos.
Es un fondo controlado por Mohamed bin Salman, príncipe y primer ministro de Arabia Saudí y cuyo patrimonio se estima en 350.000 millones de euros. Salman se hizo con el Newcastle United en diciembre de 2021. Unos meses antes, Estados Unidos desclasificó un informe de su servicio de inteligencia en el que se explica que Salman ordenó y supervisó el asesinato del periodista saudí crítico con el régimen, Jamal Khashoggi. Khashoggi fue asesinado y descuartizado en la embajada saudí de Estambul. Según Estados Unidos, Salman observaba a través de un monitor. En Arabia Saudí, por cierto, está castigado con 45 años de prisión poner un tuit crítico con el gobierno.
Tal vez nos encaminamos a un fútbol dual: uno donde cuenta el show y el negocio y otro popular y competitivo
Estos son los regímenes que controlan hoy el fútbol. Y que van a seguir haciéndolo. Son los mismos regímenes que llevan años invirtiendo dinero en empresas europeas y financiando la construcción de centros religiosos y de pensamiento que promulgan el salafismo. El fútbol no es más que otro camino para seguir moviendo su dinero y sus premisas, contrarias al ideario de libertad y progreso que persiguen la mayoría de europeos (no todos: los hay que, creyéndose en una posición opuesta, comulgan en muchísimas de sus posturas con el salafismo). El salafismo considera los elementos como la democracia, la modernidad, el socialismo o los modernos sistemas sociales como agentes nocivos.
El fútbol es un festejo comunitario. Una de las últimas expresiones tribales inofensivas que nos quedan. Una cuestión de identidad inocua, de pertenencia a un grupo que compite solo en un juego. Si nos arrebatan esto, ¿por dónde caminarán las pasiones guerreras de los clanes? Confiemos en que encuentren otro deporte. El resto de caminos conducen solo a abismos.
La luz de la esperanza parece haberse encendido de un tiempo a esta parte. Como un vaso que reacciona comunicado a otro, el crecimiento imparable del fútbol negocio y sus clubes-Estado parece tener un eco rebelde en una moda: la de ser del equipo de tu ciudad. Los clubes humildes –y no tan humildes– de ciudades alejadas de jeques y fondos de inversión cuentan con más socios y seguidores que nunca. Hay una inflamada corriente por alardear y lucir orgullo de lo propio. El mérito, cada vez más, parece estar en ser leales y fieles al equipo de donde uno pertenece. Es la respuesta popular al negocio insensible.
Mucha de la responsabilidad la tienen las redes sociales, donde se comparten imágenes de épica fidelidad. Cuanto peor está un equipo, más parece volcarse su gente. Quién sabe, tal vez nos estamos encaminando hacia un fútbol dual: uno donde cuenta el show y el negocio –un asunto cerrado y franquiciado controlado por fondos y Estados– y otro popular y competitivo, abierto e incierto, donde el patrimonio es la pasión. Hasta es posible que ambos, en un futuro, convivan. Por un lado, disfrutar de la perfección técnica y atlética de una superliga impoluta. Y, al rato, acudir de pie a las gradas del equipo de tu ciudad a gritar, reír o llorar mientras el balón vuela de campo a campo sin tocar el suelo. La disputa por saber a quién pertenece el fútbol está abierta.