Las personas albergan creencias y las creencias inspiran conductas pero, ¿qué es lo que debe tolerarse: las personas, las ideas o las conductas?
Las paradojas son siempre efectivas en los debates. Tienen todos los ingredientes que suelen seducir a los conversadores: su irrupción es abrupta, efectista y sorprendente. Subvertir las apariencias y exponer una contradicción son dos de los recursos más antiguos en filosofía, desde la ironía socrática hasta las antinomias de Kant. Tal vez por ello ese viejo recurso sigue demostrando su vigencia bajo un formato tan contemporáneo como el meme o la viñeta, instrumentos habituales en la provisión ideológica de nuestro tiempo. (*)
Una de las ilustraciones de Pictoline más exitosas de los últimos meses es aquella que resume la paradoja de la intolerancia de Karl Popper. La secuencia de imágenes, tan engañosa como artificiosa, abrevia un razonamiento relativamente simple: «la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia». El aserto no es especialmente brillante y sigue una estructura expositiva ya presente en Platón, en Hegel o en Rousseau. En el fondo, cualquier persona familiarizada con la historia del pensamiento político sabe que el adjetivo ilimitado suele acarrear contradicciones independientemente del sustantivo del cual se predique. ¿Por qué ha triunfado, entonces, este meme y en qué medida puede justificarse la idoneidad argumentativa de su exposición?
Como dispositivo visual, el pictoline de Popper funciona extraordinariamente aunque es falaz. La presencia de doce esvásticas –¡doce!– son un señuelo irresistible para nuestra atención y la representación de Hitler como caricatura del intolerante debería ponernos sobre aviso de que quizá las cosas no sean tan sencillas como las pinta el hábil ilustrador. Si la conclusión es que a Hitler y a los nazis hay que darles una patada en el culo, el meme es de una simplicidad pasmosa; si intenta establecer alguna forma de analogía entre el nazismo y otras ideologías creo que debemos ponernos en guardia o, al menos, exigir nuevas razones.
Cualquier inteligencia que aspire a una cierta autonomía sabrá distinguir que lo relevante no es lo que exprese la viñeta, ni tan siquiera lo que verdaderamente pudiera decir Karl Popper, sino la consistencia y validez de la mentada paradoja. Así pues, es la pregunta desnuda y no su representación gráfica aderezada con exageraciones la que debería reclamar nuestra atención: ¿debemos tolerar la intolerancia?
L. Wittgenstein –quien llegara, por cierto, a amenazar con un atizador a Popper en medio de una acalorada discusión– advirtió que la mayoría de los problemas filosóficos no son más que malentendidos lingüísticos, por lo que para poder examinar la paradoja deberíamos desentrañar previamente el significado de los términos implicados. La tolerancia como valor ético-político, más allá de algunos precedentes clásicos marginales, se concibió como una contención autoimpuesta por parte de religiones mayoritarias sobre otros conjuntos de creencias. En su formulación original –canónica es la de John Locke–, la tolerancia se propuso como la expresión asimétrica de un consentimiento pero poco tiempo después, en el siglo XIX, se concibió como un instrumento eficaz para favorecer el pluralismo y la competencia entre ideas. En el contexto de las democracias liberales, tolerar la existencia de distintas visiones de la realidad no es sólo una conquista moral, sino que aspira a reconocerse como una estrategia epistemológica para decantar qué ideas son más valiosas que otras en un proceso de contraste, competencia y deliberación racional.
«Para Popper, la intolerancia verdaderamente peligrosa es la que encarnan aquellos fanáticos que impiden escuchar a otros»
En cualquier caso, nadie que no quisiera ponérselo demasiado difícil podría justificar la conveniencia de una tolerancia ilimitada. El código penal, por ejemplo, suele ser un buen límite para establecer qué conductas resultan o no socialmente admisibles. En este punto ya topamos con una nueva dificultad del todo ausente en nuestras viñetas: las personas albergan creencias y las creencias inspiran conductas pero, ¿qué es lo que debe tolerarse: las personas, las ideas o las conductas? Y, siguiendo el hilo del razonamiento de Popper, ¿en qué consiste no tolerar la intolerancia?
Tal vez sea en este punto donde la ilustración de Pictoline se aparte más de la doctrina original del filósofo austríaco. Como buen liberal convencido, Popper señala que no debe prohibirse la expresión de concepciones filosóficas intolerantes siempre y cuando se sitúen en un contexto de concurrencia argumental y en el marco de la opinión pública. La única prohibición que vindica en su texto, por tanto, es el derecho a vetar aquellas expresiones intolerantes que rehúyan de la competencia racional de argumentos. Para Popper, la intolerancia verdaderamente peligrosa es la que encarnan aquellos fanáticos que impiden escuchar a otros que, estando equivocados o no, exponen argumentalmente alguna idea. ¿Les suena?
Lo paradójico de esta paradoja, si me permiten la expresión, es que el pictoline de Popper se ha empleado para justificar exactamente la actitud que el filósofo vienés trataba de condenar. Cada vez que en una universidad se cancela a un ponente, se censura un argumento o se opaca una forma de razonamiento, estaríamos incurriendo en esa única intolerancia con respecto a la cual Popper justificaría incluso el uso de la violencia. A pesar de todo, existen buenas razones para considerar que la paradoja de la tolerancia no es ni siquiera una de las doctrinas más geniales de Karl Popper. Prueba de ello es que apenas ocupa una nota al pie de su extenso y brillante ensayo La sociedad abierta y sus enemigos. Un texto, por cierto, canónico para pensamiento liberal.
De cara a protegernos de futuros memes, creo que como estrategia prudencial sería inteligente sospechar de aquellas representaciones en las que el enemigo aparece caricaturizado con cuernos y rabo o, en su defecto, con esvástica y bigote. A la hora de citar autores recordemos, además, que la validez de un argumento es independiente de la identidad de quien lo enuncia. Es decir, algo no es cierto porque lo defienda Popper ni tan siquiera es falso porque lo afirme, pongamos por caso, Rudolf Hess. Eso sí, puestos a refugiarnos bajo una falacia ad hominem o ad verecundiam, mejor escojamos siempre su formulación original. Si el libro suele ser mejor que la película, imaginen lo lejos que queda el meme. Después de todo, puede que lo verdaderamente intolerable sea intentar resumir a Popper en una viñeta.
Por: (*) Diego S. Garrocho Salcedo es filósofo, vicedecano de Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras y coordinador del Máster en Crítica y Argumentación Filosófica de la Universidad Autónoma de Madrid.