Por Jesús Vallejo Mejía
En un escrito anterior observé que los próximos debates electorales entre nosotros enfrentarán a los partidarios de la democracia liberal contra los promotores de una democracia iliberal. Pero la lectura de “Castrochavismo, Crimen Organizado en las Américas”, del abogado y político boliviano Carlos Sánchez Berzaín, suscita una hipótesis más alarmante, la de que lo que está en juego es la persistencia de la democracia liberal, con todos sus defectos, frente a una forma de gobierno inédita presidida por bandas delincuenciales descaradas y atroces.
Sus libros pueden descargarse al Kindle en el siguiente enlace: https://www.amazon.com/Carlos-S%25C3%25A1nchez-Berza%25C3%25ADn/e/B00IV9SDA6%3Fref=dbs_a_mng_rwt_scns_share
Los hilos de esos regímenes criminales se mueven desde Cuba a través de Venezuela. Hoy campean además en Nicaragua. Brasil y Ecuador lograron salir de esa pandilla gracias a Jair Bolsonaro y a Lenin Moreno. No sabemos todavía si Argentina se reincorporó a la misma con el actual gobierno peronista, pues el presidente Fernández, en un giro inesperado, acaba de votar contra Venezuela en la ONU. Bolivia está en la cuerda floja, pues el movimiento de Evo Morales parece tener buenas opciones de regresar al poder en las elecciones venideras. Pero la presa más apetecida de esos delincuentes internacionales es Colombia.
El nuestro no es todavía un narco estado, pero corre el riesgo de serlo. De hecho, la nuestra es una narcoeconomía. Según una concienzuda investigación, Andrés Felipe Arias ha demostrado que la cocaína se ha convertido en el ingrediente más poderoso de la economía colombiana. A tan dolorosa conclusión llega en su libro “Cocaína y el Iceberg de Samuelson: Los Dilemas y una Propuesta”, que puede descargarse a través del siguiente enlace: https://repository.usergioarboleda.edu.co/bitstream/handle/11232/1338/COCAINA%20Y%20EL%20ICEBERG%20DE%20SAMUELSON.pdf
Si la cocaína es el estabilizador macroeconómico de nuestra sociedad, sólo un milagro podría impedir que su perversa influencia en vastos sectores del territorio nacional y en la generación de recursos monetarios que se irrigan en todos los escenarios de nuestra economía, resulte determinante en los procesos electorales venideros.
La claudicación ante las Farc de Santos, la jerarquía eclesiástica, la clase política, las altas cortes, los medios de comunicación social y, en cierta medida, de nuestros dirigentes empresariales, así como la pusilanimidad del gobierno de Duque para erradicar decididamente los cultivos de coca, han dado lugar a que seamos hoy en día el mayor productor de cocaína en el mundo y, por consiguiente, sus grandes abastecedores en los mercados internacionales.
Hemos dejado de ser país cafetero, bananero, floricultor, petrolero, minero o carbonero, para convertirnos en uno cocalero, lo cual significa que dependemos de una economía subterránea, informal y, sobre todo, mafiosa,
Es verdad que las mafias permearon a lo largo de años tanto a los partidos tradicionales como a los que surgieron después de la apertura que produjo la Constitución de 1991. Y esa apestosa influencia ha tocado, desde luego, a los que se dicen de izquierda, comenzando por el nuevo partido de las Farc.
¿Quiénes son los más aguerridos enemigos de la erradicación por Glifosfato, sino los líderes izquierdistas de todo pelambre, aupados por las altas cortes?
Acá hay dizque un Partido Verde que hace parte del Foro de San Pablo y ocupa altas posiciones estatales. Promovió con hipocresía un referendo contra la corrupción, se declara ambientalista y, sin embargo, nada dice cuando los guerrilleros el ELN dinamitan oleoductos y muchísimo menos respecto de las 200.000 hectáreas sembradas de coca.
Sánchez Berzaín considera que el narcotráfico y la corrupción constituyen instrumentos de dominio de esa red internacional de gobiernos delincuentes. Acabada la financiación que les proveía el petróleo venezolano, sus recursos provendrán cada vez más de esas fuentes viciadas.
Esos gobiernos no se paran en pelillos cuando de conservar e incrementar su poder se trata. La destrucción de la institucionalidad, la ruina de la economía, la descomposición de la sociedad, nada de ello los arredra, desde que permanezcan cómodamente instalados enriqueciéndose a costa del sufrimiento de los pueblos.
Sus promotores se consideran a sí mismos progresistas, pero de hecho la revolución que predican no es más que una deplorable involución, un doloroso retroceso en el arduo camino de la civilización política. Lo suyo no es la promesa de un futuro mejor, sino el retorno de lo peor de los tiempos pasados.
Hoy, quizás más que nunca antes, hay que advertirles a los votantes colombianos: ¡”Guardaos de los falsos profetas”!