Por Gabriela Tafur – Los Danieles
Hablemos sin tapujos. La guerra contra las drogas está perdida desde que la casamos. Recuerdo cuando estaba en el colegio y un amigo, a quien llamaremos Andrés, alto, ricachón y bravucón, se metió en una pelea en una fiesta. Juan, su amigo pequeño, débil, pobre, pero fiel, acudió a ayudarle resignado, más para demostrarle su mansa lealtad que por convicción. Como era de esperarse, Juan salió cascado. Aplicado el ejemplo a la guerra contra las drogas, Estados Unidos es Andrés y Colombia es Juan. Hace muchos años, 50 para ser exactos, Richard Nixon señaló que la adicción a las drogas era el enemigo público número uno de Estados Unidos. Colombia, su amigo fiel, chiquito y pobre se sumó a la pelea y sufrió las consecuencias. Ellos tenían el problema del consumo, y nosotros, el de la producción. Desde ese momento se empezó a criminalizar al consumidor, a perseguir a todo aquel que portara cualquier tipo de droga y a invertir sumas exorbitantes para combatir el flagelo, con la promesa de que algún día ganaríamos la batalla. Pues el final fue otro: la perdimos.
Colombia ha sacrificado la vida de cientos de miles de personas e invertido cerca de 20 billones de pesos tratando de acabar en vano con la producción, la comercialización y el consumo ilícitos (Coalición Acciones por el Cambio, 2019). El negocio del narcotráfico sigue operando y expandiéndose; los grupos al margen de la ley se apalancan en él para su financiación; continúa el desplazamiento interno como consecuencia de las disputas territoriales; cada día nos levantamos con la noticia de una masacre nueva, y en unos años los habitantes de las zonas rurales sufrirán las inclementes consecuencias de la aspersión con glifosato.
Ahora bien, la política global antidrogas ha ido cambiando y poco a poco ha dado un giro para que, en vez de la criminalización, prevalezca la óptica de la prevención y la salud pública. Colombia, de hecho, fue pionera en acoger esta nueva perspectiva en la región, cuando la Corte Constitucional despenalizó en 1994 la dosis personal.
La evidencia muestra, sin embargo, que no es suficiente. El problema de la despenalización procura una solución efectiva para los grandes consumidores, pero no para los grandes productores como Colombia. Debemos ir un paso más allá y plantear una alternativa diferente que acople las complejidades de nuestro territorio, que ponga fin de una vez por todas al negocio de los narcos, que comprenda las realidades sociales de nuestro país, que no responda a necesidades ajenas de amigos más grandes y poderosos y que atienda la crítica situación económica de Colombia. Llegó la hora de regular.
La regulación permite que el Estado determine cómo y dónde se puede comercializar; qué condiciones debe cumplir la sustancia, quiénes pueden vender y quiénes no; quiénes pueden comprar y quiénes no. El Estado puede prohibir la venta a menores de edad, ya que, así como están las cosas, el jíbaro del barrio le provee droga a cualquiera. Hasta ahora no conozco el primer caso en que a un consumidor se le haya dicho: “Sin cédula no le vendo, mijo”. El Estado deberá advertir sobre los efectos de la salud, que en todo caso son menos dañinos que en el caso del alcohol y el tabaco, ambos legales. No es un asunto de menor cuantía, pues el alcohol resulta 114 veces más riesgoso para la salud que el cannabis (Lachenmeier y Rhem, 2015) y el tabaco causa la muerte hasta a la mitad de las personas que lo consumen (OMS, 2019).
La regulación reduce o elimina el incentivo económico de los narcotraficantes, toda vez que la prohibición es la que hace rentable el negocio. La ilegalidad, el peligro y la violencia que acompañan la actividad de los delincuentes disparan los precios en el exterior.
El uso adulto del cannabis abre un nuevo mercado, que ya existía para los criminales, pero que ahora quedaría bajo control estatal. Se crearían así más estímulos de inversión, más recaudos fiscales en la cadena productiva y comercial y más empleos. El cambio de paradigma implicaría una transición a la legalidad de las comunidades que subsisten al margen de la ley, y aumentaría los recursos destinados a la salud, la educación y el bienestar de la población.
No estaríamos solos en esta tarea. La Organización de los Estados Americanos (OEA) pidió a países miembro que busquen otros enfoques para abordar la guerra contra las drogas, y la ONU retiró de la lista de estupefacientes nocivos al cannabis, cuyo potencial medicinal y terapéutico reconoce.
Aunque la reciente aprobación en Colombia del uso medicinal de esta planta no es un avance menor, aún queda mucho camino por recorrer. La industria del cannabis genera en nuestro país 17.3 empleos formales por cada hectárea sembrada. Se espera que para 2025 lleguemos a 450 hectáreas, 7700 empleos directos e ingresos cercanos a los 790 millones de dólares (Fedesarrollo, 2019). Una regulación inteligente haría crecer esta cifra exponencialmente y con ella, los ingresos para el Estado colombiano.
Nuestros amigos más ricos, más grandes y más listos, como Canadá, Sudáfrica, Holanda y algunos estados de Estados Unidos, ya lo entendieron. También Uruguay y Jamaica, que pese a ser chiquitos, como nosotros, son más audaces. Basta de argumentos moralistas, arcaicos, inútiles y falaces. Basta de permitir que nuestro país ponga el cuerpo para recibir las trompadas, como mi amigo Juan, y los países ricos se queden con la plata. No dejemos que Colombia salga golpeada, se pierda la fiesta, se quede sin pastel, y además pague la cuenta.
* Gabriela Tafur es abogada cum laude de la Universidad de los Andes y comentarista en La Hora del Regreso de W Radio. Fue Coordinadora del Grupo de Comercio Electrónico, Telecomunicaciones e Informática, Coordinadora de la Especialización en Derecho Comercial de la Universidad de los Andes y Señorita Colombia 2019.