El civismo requiere el conocimiento de las normas que rigen la convivencia, pero se manifiesta en su ejercicio. La educación cívica no puede estar sometida a los avatares de la política partidista: tiene que formar parte del currículo y tener suficiente carga lectiva y, desde luego, no debe ser planteada como alternativa a la religión.
Por: José Manuel Velasco – ethic
Vista con la perspectiva de casi tres lustros, la derecha fue muy astuta y eficaz en su estrategia para rechazar la asignatura Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos como una alternativa excluyente a Religión. No era así, porque una no sustituía a la otra, pero lograron que mucha gente lo creyese y se manifestase ferozmente contra la materia impulsada por el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero. La nueva asignatura respondía a una recomendación del Consejo de Europa adoptada por el Comité de Ministros el 16 de octubre de 2002. En ella quedaba claro que no era una disyuntiva entre ciudadanía y religión. De hecho, uno de los puntos del documento propone: «fomentar los enfoques y acciones multidisciplinares que combinen la educación cívica y política con la enseñanza de la historia, la filosofía, las religiones, las lenguas, las ciencias sociales y todas las disciplinas que tienen que ver con aspectos éticos, políticos, sociales, culturales o filosóficos en su propio contenido o en las opciones o consecuencias que implican para una sociedad democrática».
En 2010 esta misma institución insistió en la recomendación a través de la Carta del Consejo de Europa sobre educación para la ciudadanía democrática y la educación en derechos humanos. Invitaba a movilizar «a un gran número de actores, entre los que se encuentran los responsables de las políticas, los profesionales de la educación, los estudiantes, los padres, las instituciones pedagógicas, las autoridades educativas, los funcionarios, las organizaciones no gubernamentales, las organizaciones juveniles, los medios de comunicación y la sociedad en general».
El Real Decreto de 1631/2006 de 7 de diciembre definía así el objetivo de la asignatura: «(…) favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad y la responsabilidad y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio, respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía de forma eficaz y responsable».
La Iglesia católica española encabezó el rechazo y calificó la asignatura como «totalitarista». El entonces arzobispo de Toledo y hoy cardenal, Antonio Cañizares, afirmó que los centros que impartiesen esa asignatura colaborarían «con el mal», al tiempo que consideraba que se trataba de «un ataque más a la familia», en referencia a la Ley sobre el matrimonio homosexual que el gobierno socialista acababa de aprobar. El Foro Español de la Familia, muy vinculado al Partido Popular, animó a los padres a objetar contra la nueva asignatura, posibilidad que fue rechazada por el Tribunal Supremo en enero de 2009, en línea con la sentencia de la mayoría de los tribunales superiores de justicia de varias comunidades.
La disciplina en cuestión fue sustituida por el ejecutivo de Mariano Rajoy en enero de 2012 por otra denominada Educación cívica constitucional. Curiosamente, la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), promovida por aquel gobierno en 2013 y conocida como Ley Wert, sí introdujo como alternativa a Religión la asignatura Valores Sociales y Cívicos en la educación primaria y Valores Éticos en la secundaria. Ese mismo gobierno aprobó dos años más tarde un nuevo currículo para la asignatura de religión desarrollado por la Comisión Episcopal de Enseñanzas y Catequesis.
«El propio respeto a las convicciones religiosas debe formar parte de la conducta de cada ciudadano»
Tras el acuerdo de gobierno alcanzado por el Partido Socialista y Unidas Podemos, el consejo de ministros, a propuesta de la titular de Educación, Isabel Celaá, envió a Las Cortes el pasado mes de marzo el proyecto de Ley Orgánica por la que se modifica la Ley Orgánica de Educación –la propia formulación muestra la perversa dinámica que ha mantenido a la educación atrapada entre dos fuegos en los últimos 40 años–, que sitúa a la Religión como asignatura voluntaria para los alumnos y no computable para la nota media. En la explicación tras el consejo de ministros, Celaá insistió en que la religión no tendrá una asignatura espejo. En esta reforma, Educación en Valores Cívicos y Éticos se mantiene para los alumnos de 5º ó 6º de Primaria y de 1º, 2º ó 3º de la ESO.
Si este proyecto de ley lograse el respaldo parlamentario suficiente, los padres no tendrán que elegir entre Religión y Educación en Valores Cívicos, sino solo acerca de la primera. Esta composición curricular deriva del carácter aconfesional del Estado español reconocido por la Constitución, cuyo artículo 27.3 señala: «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
Este es en síntesis el recorrido legislativo que ha tenido hasta la fecha la controversia entre religión y educación para la ciudadanía, uno de los debates más enconados desde la reinstauración de la democracia. La disputa no ha permitido la consolidación en la escuela de la enseñanza en valores éticos –los cívicos forman parte de ellos–, bien porque algunos padres la contraponen a sus convicciones religiosas, bien porque no es fácil encontrar profesores que quieran someterse a las presiones con fuerte sesgo ideológico que provoca una materia que está al pairo de constantes reformas políticas.
Cultura democrática (y, por tanto, cívica)
Si tomamos la aprobación de la Constitución de 1978 como punto de partida, vivimos en democracia desde hace 42 años. Este período abarca a casi dos generaciones, la segunda de las cuales ya no ha conocido la dictadura de Franco. Es tiempo más que suficiente para consolidar una nueva cultura democrática asentada en las libertades fundamentales y el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, ahora que el comportamiento ciudadano se ha convertido en un factor clave para evitar la propagación de la epidemia provocada por el coronavirus SARS-CoV 2, echamos de menos no haber aprovechado estas cuatro décadas para inocular una mayor dosis de civismo en la conciencia moral de los ciudadanos. Ponerse la mascarilla, mantener la distancia de seguridad, respetar las restricciones decretadas por las autoridades públicas… proteger y protegerse del virus no sólo son cuestiones de salud, sino también de moral cívica.
Los disturbios provocados por grupos de jóvenes en varias ciudades españolas han elevado la gravedad de los comportamientos que están fuera de la norma y con frecuencia fuera también de la ley. No queramos juzgarlos solo como la acción de jóvenes seducidos por el radicalismo, sino como la punta de un iceberg cuyo cuerpo sumergido está compuesto por una combinación de desesperanza, impaciencia, gusto por la algarabía y la transgresión y, por encima de todo ello, una débil estructura ética.
Aunque el denominado cerebro moral tiene una dosis atávica según algunos neurólogos, su cimentación se produce en los primeros años de vida de la persona. El papel de los padres, en primera instancia, y de los profesores en la guardería y en la educación primaria, en segunda, es esencial en la formación de una conciencia moral que sirva como sistema de referencia conductual para encaminar la acción del individuo en un contexto necesariamente colectivo.
El mundo del siglo XXI concede más importancia a las actitudes que a las aptitudes. Ambas son necesarias para afrontar los desafíos que dibujan el futuro con los gruesos trazos de la incertidumbre. El civismo requiere el conocimiento de las normas que rigen la convivencia, pero se manifiesta en su ejercicio. La educación cívica no puede ser una ‘maría’ ni estar sometida a los avatares de la política partidista. Tiene que formar parte del currículo y tener suficiente carga lectiva. Y, desde luego, no debe ser planteada como alternativa a la religión.
«El mundo del siglo XXI concede más importancia a las actitudes que a las aptitudes»
De hecho, la religión aporta un sistema de referencias que ayuda a muchas personas a edificar su estructura moral. ¿Independientemente de sus creencias, quién se atrevería a negar la utilidad para la convivencia de los mandamientos básicos del catolicismo que no dependen de actos de fe, tales como «honrarás a tu padre y a tu madre», «no matarás», «no robarás», «no darás falso testimonio ni mentirás» y «no codiciarás los bienes ajenos»? El propio respeto a las convicciones religiosas debe formar parte de la conducta de cada ciudadano. No es casual que la relajación de la moral cívica haya circulado en paralelo con un retroceso de la religión católica desde la recuperación de la democracia. Una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) revela que en 1978 el 90,5% de la población española se declaraba católica –practicante y no practicante–, frente al 61,6% registrado en junio de este año, mientras que el colectivo de no creyentes, indiferentes y agnósticos creció desde el 7,6% al 36,4%.
La pérdida de referencias morales está dejando un vacío que es cubierto por éticas a la medida de la persona y, en consecuencia, muy a menudo incompatibles con un sistema compartido de valores. El relativismo otorga tantos dueños a la verdad que hace prácticamente imposible el consenso en torno a las conductas que exige la vida en comunidad.
Para luchar contra la próxima pandemia hemos de fortalecer el sistema sanitario, especialmente el público, reconstruir la confianza de los ciudadanos en las instituciones y en sí mismos, contribuir incluso con el compromiso personal a un nuevo perfil de político que sepa diferenciar entre el servicio público y la militancia partidaria y que esté suficientemente preparado para gestionar recursos y liberar a la religión de las tensiones ideológicas partidistas. Y, como soporte moral para tales tareas, es urgente promover una ciudadanía responsable con un fuerte enraizamiento democrático que esté presente en la educación de las personas desde su más tierna infancia.
En una democracia, la salud no es una creencia, sino una crianza permanente.