Estamos en un paro y no nos hemos dado cuenta. No todavía. En este paro no hay bloqueos de vías, ni quema de buses. Los bancos no están siendo vandalizados ni los comercios saqueados. No hay que sacar al Esmad para restablecer el orden. No hay vociferantes millennials con la cara distorsionada de la rabia escupiendo odio y destruyendo el inmobiliario público, ni encapuchados blandiendo cocteles molotov. Nadie pinta grafitis en las paredes con anacrónicos slogans revolucionarios, las estridentes batucadas están silentes, no hay mingas ni ollas comunales. Tampoco hay invasiones de residencias ni hay terror ni miedo ni zozobra.
Pero estamos en un paro. Un paro que por silente no deja de ser menos estruendoso. Es el paro del sector productivo del país que desde hace una quincena ha frenado en seco cualquier nueva inversión o proyecto. Claro, no se han frenado las actividades de rutina. Por ahora las fábricas siguen produciendo, el comercio sigue vendiendo y los servicios se siguen prestando. Lo que no hay son nuevas iniciativas. Ni siquiera nuevas ideas.
El optimismo del empresariado colombiano, casi siempre abundante y difícilmente mancillado, por primera vez en la memoria, está agotado. La desazón es rampante. Nadie está pensando en instalar nuevas fábricas, ni en aumentar cultivos, ni en construir hoteles para los cuatro (¿o serán seis?) millones de turistas que el gobierno dice que vendrán. En lo que los empresarios gastan su tiempo por estos días es en estudiar las maneras de sacar su dinero del país.
Es comprensible. La ofensiva anti-empresa que el gobierno ha anunciado por todos los frentes aplancha las ganas de cualquier emprendedor. La reforma tributaria le carga la mano a los de siempre, castigando el capital como si en este país hubiera de sobra, y poco hace para poner a pagar a los que nunca han pagado. No ve uno mucha preocupación tributaria en las plazas de mercado, en ciertos consultorios médicos o en las ferias ganaderas. Algo parecido se puede decir de la reforma laboral, que es anti-empleo, al incrementar los costos y la inflexibilidad en la contratación; para no hablar del ataque a la industria energética, que es nuestra principal fuente de divisas, para sustituirla por -¡hágame el favor! – gas venezolano y tecnologías costosas e insuficientes (o sino pregúnteles a los europeos, que se congelarán este invierno por depender de molinos de viento y de Vladímir Putin).
Mientras tanto el presidente, en vez de calmar las aguas las agita, dando discursos improvisados en los encuentros gremiales. Es, supongo, su forma decir “el tal paro no existe”. A punta de regaños condescendientes no se ve como se pueda contener la devaluación de la moneda, el incremento de la inflación, la fuga de capitales y la consecuente pérdida masiva de empleo. Ese diálogo que tanto anuncian desde los despachos oficiales debería empezar con quienes tienen en sus manos las palancas del aparato productivo. Sin su colaboración decidida y sincera será imposible tener una economía competitiva, verde y humana.