Gústeles o no les guste

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Por Luis Guillermo Velez

Si quieren saber que depara el futuro solo toca regresar a diciembre de 2012 cuando Bogotá amaneció inundada de basura. Fue una crisis ambiental autoinfligida causada por el burgomaestre del momento: Gustavo Petro.

Con absoluta improvisación y en franca contradicción con la ley el hoy presidente de los colombianos decidió de manera unilateral e ilegal que impondría un esquema de recolección de basuras totalmente público, absorbiendo un servicio esencial sin siquiera tomarse la molestia de averiguar sobre la complejidad de semejante empresa.

La idea era, por supuesto, acabar con el “neoliberalismo”, ese coco que se ha vuelto la excusa perfecta para justificar las más absurdas quimeras estatistas. Para esto importaron unos costosísimos e inútiles camiones usados que no llegaron a tiempo para evitar la inundación de desechos. Para no hablar de la empresa encargada de la gestión, que poco a nada sabía sobre la recolección de residuos y que pronto demostró su increíble ineficiencia en el cumplimiento de su objeto social.

La debacle sobreviniente no fue suficiente como para que el aprendiz de caudillo desistiera de la iniciativa. Después de acusar a los antiguos operadores privados de sabotaje, en vez de recular, dobló lo apuesta. Nunca aceptaría que el desastre acaecido era de su responsabilidad. Mas bien, para sortear la situación, acabó contratando sigilosamente a los mismos privados que había denigrado -pero bajo el sello de la entidad pública- quienes aceptaron cobrándole más caros los mismos servicios que habían prestado autónomamente unos meses antes.

La conclusión del episodio fue negativa como se mire: la ciudad nunca se recuperó del todo, se perdieron cientos de miles de millones de pesos y el programa de reciclaje quedó en manos de las mafias de basuriegos.
Ahora la debacle de las basuras bogotanas amenaza con repetirse exponencialmente. Se quiere ferrocarrilear una reforma a la salud cuestionada desde todos los frentes. El daño esta vez no se circunscribirá a arrumes de desperdicios sino a la destrucción de uno de los más exitosos sistemas sanitarios del planeta.

La reforma laboral anunciada es una receta anti-empleo. Digerido el articulado quedará claro que la propuesta resultará en la destrucción masiva de trabajo formal. Si se aprueba, nadie en sus cinco sentidos se atreverá a contratar a un trabajador que no sea absolutamente indispensable.

Y la reforma pensional seguramente será la piedra que derrumbe las finanzas públicas. Si se aprueba, la estabilidad macroeconómica del país se irá al diablo.

El director de la Adres -explicando lo que se viene en materia de seguridad social- resumió la avalancha estatizadora con toda franqueza: lo que “queremos es revivir el Instituto de Seguros Sociales”, ese mismo que según él, “dio el bienestar de muchas naciones [y] hoy está de vuelta gústeles o no les guste”.

El resultado final de este experimento alquimista será un caos monumental. Igual al infierno estatal que vivimos en el pasado y que, ingenuamente, creíamos haber dejado atrás.

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