Hace un año terminé la clase en la Universidad cerca de las ocho de la mañana, pero salí de allí pasadas las diez, luego de tres cafés largamente degustados.
Dos horas de sosiego y de reflexión sobre las escenas de la vida universitaria que pasaban ante mí en una mesa solitaria de la zona de estudios. El impulso de quedarme lo entendí la semana siguiente.
Aquel jueves 12 de marzo fue el último día en el campus.
El lunes siguiente nos cayó un chorro de agua fría: suspendidas las clases presenciales hasta un incierto día, sin fecha en el calendario.
Hace un año empezamos el periodo más difícil de nuestra vida colectiva. Un tiempo muy largo durante el cual mucha gente ha sufrido, como ya sabemos.
En esta fecha, pienso en tantas personas que la han pasado mal, me pregunto si han recibido apoyo estatal y si sus nombres y apellidos están en el directorio de preferidos del régimen. No sabemos cómo la han pasado: las vendedoras de D´Café, siempre atentas y eficientes, y de los demás puestos de comida y de las cafeterías, así como sus madrugadores proveedores de buñuelos, arepas y pandebonos; los lustradores, los vigilantes, los vendedores de café y papitas en las puertas de ingreso, los expendedores de periódicos gratuitos, los taxistas de los acopios, los transportadores escolares, los auxiliares técnicos, los entrenadores físicos.
Deseo que la vida siguiente los trate mejor.