Dios ha muerto, la sociedad moderna lo ha matado, pero ¿qué ha ocupado su lugar? Vivimos la época de la razón, pero también del miedo creciente, donde se rompe la confianza de lo que podemos llegar a ser.
En aquel otoño que comenzó en septiembre de 1881, Nietzsche anota en los escritos preparatorios para La gaya ciencia una reflexión que profundiza en la consecuencia de uno de los motivos más repetidos de su filosofía: la muerte de Dios. Con su muerte metafórica, muere un sentido, caen los valores que se consideraban estables e incuestionables y se derrumba un marco de referencia. En cierto modo, soltamos el último cabo que nos mantenía unidos, aunque fuera ilusoriamente, a tierra firme. Pero el loco que buscaba a Dios entre las burlas de los escépticos no solo anunciaba su muerte, sino que denunciaba su asesinato: somos «nosotros» quienes lo hemos matado sin saberlo hace tiempo. Matar a Dios significa, inicialmente, perder las antiguas referencias que hasta ahora nos orientaban y hacer desaparecer todo horizonte de sentido.
De una forma muy bella, pero también terrible, Nietzsche emplea la metáfora del Sol: estamos lejos de todos los soles, errantes en la nada, pero como la luz extinta de las estrellas que percibimos en el firmamento, no nos hemos dado cuenta de su desaparición. Discúlpeme, usted que me está leyendo, por comenzar de un modo tan académico este texto que tiene como finalidad la reflexión actual: ¿qué significa para nosotros la muerte de Dios? ¿Qué ha usurpado su lugar si es que algo lo ha hecho?
¿Por qué mantenemos una forma de vida que nos enferma? ¿Dónde está el sentido hoy? ¿Tenemos un sentido? ¿Cuál es nuestro horizonte? El cristianismo –lo queramos o no– sigue estructurando nuestra cosmovisión del mundo y orienta muchos de nuestros juicios y prejuicios, aunque creamos que nuestra sociedad, ya secularizada, se liberó hace tiempo de los cánones religiosos. No hemos sabido generar otro modelo; lo que quiere decir que, aunque Dios ha muerto, sigue entre nosotros lo peor de su fantasma. Lejos de afirmar la vida –como pretendía Nietzsche– lo hemos hecho con la lógica del rey depuesto: ¡el dios ha muerto, larga vida al dios!
No hace falta acudir a Yuval Noah Harari para saber que el nuevo dios es el hombre. Así fue desde el llamado Siglo de las Luces: apagado el sol que Dios representa, la luz de la razón ocupó su lugar. Es la época del sapere aude kantiano, de la confianza en el ser humano, de la exaltación de lo que podemos hacer, de lo que podemos mejorar y de lo que debemos dejar atrás. Lo podíamos hacer todo, conocer todo. El hombre se da a sí mismo sentido y marca su propio rumbo. De ahí la exaltación de la figura de Prometeo, retomada incluso por Goethe en un poema que lleva por título el nombre del titán, en el que los dioses son destronados y el ser humano se basta y se sobra para salvarse: «¿Quién me ayudó / contra la furia de los titanes? / ¿Quién me salvó de la muerte / y de la esclavitud? / ¿Acaso no lo hiciste tú todo, / sagrado y ardiente corazón?».
«Confiar implica aceptar la propia vulnerabilidad de la que se es susceptible»
En la lógica del rey depuesto sigue presente una de las funciones de la divinidad: la promesa de salvación y de protección ante la muerte, ante los otros, ante nosotros mismos. Sin Dios, como escribió Dostoievsky, ¿todo está permitido? ¿Quién nos salvará? ¿Quién nos perdonará? La respuesta en apariencia obvia es, por lo dicho, que nos salvaremos nosotros mismos. Pero ¿de qué deberíamos salvarnos? La respuesta no es tan obvia.
Debemos salvarnos de nosotros mismos, que somos precisamente los que hemos de mejorarnos y someternos a control. Quizá no hay tanta confianza como creíamos. Ni nos salvamos ni nos perdonamos una. La pregunta de Kant «¿qué me está permitido esperar?» será siempre respondida con catástrofe mientras no se plantee otra antes: «¿Confiamos en el ser humano?».
A diferencia de la esperanza –con la que suele confundirse– la confianza no se refiere a la creencia en lo bueno por venir, sino a la cesión del control sobre aquello que consideramos valioso en nuestra vida a alguien o algo debido a unas características que están ya presentes y que reconocemos. Confiar implica aceptar la propia vulnerabilidad de la que se es susceptible y, al mismo tiempo, otorgar a alguien la posibilidad de que haga uso de sus capacidades sin causarnos un daño cuando, expuestos, generamos un vínculo con él. No se trata, por tanto, de esperar lo que alguien puede hacer, sino del reconocimiento expreso de lo que alguien ya es. Por eso, la esperanza no puede traicionarse, como sí sucede con la confianza, que solo se hace visible cuando falta o se rompe.
«No nos perdonamos ni el más mínimo indicio de nuestra frágil naturaleza»
Tenemos esperanzas en la tecnología y en marcos muy definidos de seguridad y protección porque no nos fiamos del ser humano. Confiamos en la ley y la seguridad porque desconfiamos de nuestros congéneres. Vivimos en una época de miedo creciente y allí donde este crece es donde, según Aristóteles, ha desaparecido la confianza. Lo que parecería la época de la exaltación del ser humano es, en realidad, la de mayor desconfianza: nuestra reacción ante la crisis climática, el desánimo, el auge de la ultraderecha, las reacciones ante el diferente o la situación no son sino síntomas de una carencia.
No nos perdonamos ni el más mínimo indicio de nuestra frágil naturaleza. La falta de confianza en el ser humano se materializa de tres maneras: a través de una tecnología que nos mejora con una promesa de inmortalidad o de ralentización del envejecimiento –nótese que si se trata de una mejora se parte de una noción en la que el cuerpo humano no es fiable porque falla físicamente como ser mortal–; a través de una tecnología externa que compense nuestros errores humanos o nos sustituya debido a nuestra falibilidad –fallamos intelectualmente como seres falibles e imperfectos–; a través de leyes coactivas y de una tecnología de control porque somos seres de naturaleza destructiva –fallamos moralmente porque somos seres egoístas–.
No confiamos en nuestras capacidades a nivel individual, pero tampoco en la posibilidad de un mundo más justo articulado en un nosotros en el que no medie la coacción de la ley o el control tecnológico. Y lo que aparenta ser construido para hacer la vida más cómoda y mejor, en realidad está ahí para corregir una naturaleza –la nuestra– de la que no nos fiamos y a la que no damos ni una oportunidad. Esto sucede en los gestos más nimios como cuando, por ejemplo, usted que me lee, en una conversación sobre cine confía en sí mismo y en su memoria, se da tiempo y paciencia para acordarse del nombre de un actor que inicialmente no le viene a la cabeza o si cuando le falla la memoria busca su nombre con el smartphone. En realidad, su memoria no le falla. Solo requiere más tiempo. No se trata de rechazar la tecnología, sino de aprender a confiar en nuestras capacidades, reconocerlas y aceptarlas. No debería olvidarse que nadie ama a quien teme. Emerge una nueva pregunta: ¿qué tipo de futuro puede esperarse de una sociedad en la que prevalece la desconfianza? ¿Qué nos cabe esperar?
Por: Ana Carrasco-Conde – ethic