Huérfanos de futuro

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La orfandad es un vacío brumoso, es un silencio profundo que taladra en el más allá de la conciencia, es un dolor indescifrable que recorre el cuerpo de la cabeza a los pies, es una lágrima que se desliza en cámara lenta por la mejilla para morir aprisionada entre los dedos temblorosos, es sentir que el mundo se abre en el mismo instante en que una cuerda invisible lo retiene atado a la realidad, una realidad que no se quiere ver, de la que no se quiere saber nada.

Pienso en la orfandad de todos quienes han perdido seres queridos en la soledad de una habitación fría, quizás oscura, de una clínica o un asilo; en la triste soledad de quienes se fueron para el mundo de los recuerdos con tantas preguntas sin respuesta, pensando que sus hijos los abandonaron y sin saber que fueron la negligencia y el autoritarismo de improvisados protocolos los autores de su condena a morir en el abandono. Ellos, los que ahorraron toda su vida para tener una pensión digna y tributaron para sostener un Estado que en el momento clave les negó un respirador o una cama UCI. Llegados a este punto, debo decir que no entiendo la drasticidad para tratar a los deudos de los fallecidos por Covid 19, sabiendo que todo el día repiten en los medios que basta con tener la mascarilla puesta y lavarse las manos para evitar el contagio. ¿Acaso o son compatibles muerte digna y mascarilla de familiares?

En fin, volvamos a lo nuestro. Estamos en un cruce de caminos entre un mundo –desigual, injusto y conflictivo- que se resiste a morir y un esperado mundo nuevo –armónico, justo, incluyente- que se resiste a nacer.

Me pregunto por lo que puedan pensar ahora los bachilleres de 2020. Sin paseo de fin del colegio, sin fiesta de grados, sumidos en la incertidumbre de escoger una carrera profesional sin saber qué les espera a la vuelta de la esquina. Lo que escojan ahora, ¿será útil en el futuro? ¿En cuál futuro, uno que sea la continuación del presente o uno nuevo, realmente nuevo? Para ellos, es una cita a ciegas con el futuro.

Me pregunto por las dudas que agobian a quienes terminan este año sus estudios profesionales. ¿Las instrucciones de vuelo les servirán si les cambian las coordenadas? Es como una película de ficción en la cual se despega en un mundo y se aterriza en otro.  Algo parecido a lo sucedido al despistado Colón, que partió para India y llegó al hasta entonces felizmente desconocido nuevo mundo, aunque ni se enteró, inicialmente, del cambio de itinerario.

Estamos en el filo de la navaja. Caminamos a ciegas por el borde del abismo hacia un destino desconocido. Una interminable fila india le da la vuelta al mundo: una persona cada dos metros, ojos vendados, nariz y boca tapadas por una máscara que hace irreconocibles los rostros, manos en el bolsillo porque no puede tocarse nada, no puede sostenerse de ninguna baranda, no puede tocar ninguna superficie, no puede abrir ninguna puerta, porque puede estar contaminada.

Vienen a la memoria las imágenes de los judíos, caminando con sus ojos tristes y sus maletas raídas hacia el tren de la muerte, convencidos que van hacia la redención; las interminables filas de los desarraigados sirios que huyen de la guerra hacia las trampas del desamparo que les tiende la comunidad internacional; las débiles balsas atestadas de africanos que desafían las aguas del mediterráneo, antes gloriosa cuna de tres civilizaciones y hoy convertido en cementerio de centenares de NN víctimas de la injusticia y la desigualdad, derivadas de la explotación inmisericorde de su continente.

Así caminamos hoy, huyendo de un mundo desigual y rapaz hacia otro que creemos será mejor, pero que quizás no encontremos nunca. Como los israelitas vagando por el desierto. Llenos de pasado, con un presente incierto y huérfanos de futuro.

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