IGUALDAD REAL Y EFECTIVA

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Certidumbres e inquietudes

Según el artículo 13 de la Constitución, “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo (…)”, entre otras. Ya lo había dicho el preámbulo, al incluir la igualdad como valor fundamental de nuestro sistema político, y lo había refrendado el artículo 5, a cuyo tenor “el Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona y ampara a la familia como institución básica de la sociedad”. 

El artículo 43 señala que la mujer y el hombre tienen iguales derechos y oportunidades. Agrega, de manera perentoria: “La mujer no podrá ser sometida a ninguna clase de discriminación”. 

La Corte Constitucional ha sostenido estos postulados en numerosas providencias, y ha destacado el profundo sentido material de esas disposiciones, que impiden toda diferencia discriminatoria. Ha expresado, sobre el principio de igualdad, que “es objetivo y no formal; él se predica de la identidad de los iguales   y de   la   diferencia   entre   los desiguales”. ( Sentencia T-432 de 1992). 

Ha descartado la arbitrariedad para introducir caprichosas distinciones: “Hombre y mujer gozan de los mismos derechos y prerrogativas y están obligados por sus deberes en igual forma a la luz de la Constitución, pues ninguno de los dos sexos puede ser calificado de débil o subalterno para el ejercicio de los primeros ni para el cumplimiento de los segundos, ni implica “per se” una posición de desventaja frente al otro” (Sentencia C-588 de 1992). 

Obsérvese que esos conceptos van a la esencia de la igualdad. En cuanto personas, tanto el hombre como la mujer gozan de la misma dignidad y de los mismos derechos y prerrogativas. 

En los últimos años, en varios países -entre ellos, Colombia- se ha venido trastocando ese concepto material, para pasar a lo externo y formal: al lenguaje. Y se ha venido predicando -equivocadamente- que las palabras surten el mágico efecto de crear o generar realidades. Y que, por virtud del llamado “lenguaje incluyente”, se realiza la igualdad y desaparecen, como por encanto, las discriminaciones y la desigualdad entre los dos sexos. 

Entonces, nos quieren obligar a maltratar el castellano, y a desconocer el sentido genérico de las palabras, que nuestro idioma ha usado siempre. Si una persona se dirige a cualquier auditorio, se le quiere imponer -so pena de ser calificada como “machista”- que salude “a todos y todas”. Como si al hablar a todos excluyera a las mujeres, que no es así. 

Y nos encontramos con muchos que usan a la perfección el lenguaje incluyente, y, en la práctica, discriminan, y hasta maltratan o humillan a las mujeres, en distintas formas. Pero alguien que no acude a ese lenguaje -porque es libre de no acudir- pasa por discriminador. 

Corrijamos ese concepto, que es erróneo. Lo importante es lo objetivo y real, no lo puramente formal y externo, que suele ser engañoso. Respetemos, en la realidad, la plena igualdad entre hombres y mujeres, aunque no digamos “personas y personos”, “miembros y miembras”, “tenientes y tenientas”. Suena muy mal. 

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