En la sociedad digital, el valor más cotizado es el tiempo: lo que importa es lograr que cada persona se pare y preste atención al mensaje. Para las empresas, en concreto para la publicidad, esto resulta cada vez más complicado. La ciudadanía vive rodeada de estímulos, atrapada por una sucesión de pantallas que la requiere y la bombardea con toda clase de información. Ahora, más que nunca, es verdad lo que dice el refrán: el tiempo es oro.
Por Luis Meyer
Adolf Hitler se convirtió en un brillante orador igual que comienzan la mayoría de las bandas de rock de éxito: actuando en garitos. Empezó ante unas pocas decenas de parroquianos dispersos en las cervecerías de Múnich y en poco tiempo llegó a congregar a miles de devotos enfervorecidos. Hitler había conseguido algo que entonces solo se intuía –y que hoy se ha convertido en uno de los bienes más cotizados–: captar la atención. El resto de la historia y sus consecuencias son de sobra conocidas.
Tim Wu lo pone negro sobre blanco en su ensayo Comerciantes de atención. «Han acaparado cada vez más horas de nuestra vida a cambio de nuevas ventajas y distracciones, por medio de un gran acuerdo que ha transformado nuestra rutina», expone, y aborda una realidad que hace un siglo apenas existía. De los primeros periódicos que dependían de la publicidad o del nuevo «tipo de arte comercial, deslumbrante» que emergió en el París de finales del XIX pasa al potencial de la propaganda bélica para embelesar a las masas y culmina con el bombardeo actual de información en el que el valor está en destacar un mensaje. «Aunque el comercio de la atención consistiese al principio en operaciones primitivas e individuales, el juego de cosechar la atención humana y de revendérsela a los anunciantes se ha convertido en una parte fundamental de nuestra economía», resume el autor.
David Oliva, consultor en marketing y director del Máster en Comunicación y Publicidad Creativa de SHIFTA, se atreve con una retrotracción mucho más temprana: a hace 2.000 años. «Se han dado cambios muy profundos en las últimas décadas, pero cuando vamos a la base de lo que significa captar la atención con una pretensión comercial, es la misma que ya empleaban los fenicios de manera instintiva», señala, «la comunicación va de poner en contacto y en contexto dos realidades, la del emisor y la del receptor». Y matiza: «El cambio es que lo que hay entre uno y otro ha saltado por los aires por la explosión digital, que ha modificado la relación entre ambos». Antes, el emisor ocupaba «una posición de púlpito». «Ahora, con la infinidad de posibilidades que implica la revolución digital, quienes emitimos los mensajes ya no controlamos el flujo», afirma.
La atención y el engañoso don del aburrimiento
La manera de comunicar y convencer mantiene por tanto sus pilares básicos, pero el relato ahora se diversifica por una infinitud de lanzaderas. Los impactos sensoriales son constantes: desde la puerta de un aeropuerto hasta la de embarque, una persona se cruza con decenas de carteles, paneles digitales e incluso personas que intentan vender algo; lo mismo ocurre cuando se pasea por el centro de una gran ciudad. Y cada uno de esos impactos –aunque fugaces– lleva detrás cientos de horas de trabajo de profesionales para quienes una fracción de segundo de tiempo vale su peso en oro en esta competición feroz por captar la atención.
Llaneza: «No es necesario aburrirse para crear, al contrario: el aburrimiento sistémico, que es el que padecemos ahora, es tóxico»
Los estímulos persiguen a los individuos hasta sus propios hogares. Por eso, no es suficiente encerrarse en casa para abstraerse de todo este ruido. La capacidad de decidir a qué se presta atención y a qué no es cada vez más difusa. Álvaro Martínez, responsable de la estrategia de redes sociales de revistas de Prensa Ibérica, explica que la atención incluso puede simultanearse: «Es el fenómeno de la doble pantalla: en el prime-time, un consumidor, además de estar frente al televisor, con mucha probabilidad estará también pendiente de las redes sociales en la pantalla de su teléfono. Usamos esas horas para programar los contenidos más potentes de nuestras publicaciones».
Luigi Amara, autor de La escuela del aburrimiento, recomienda una sesión intensiva de tedio en pos de la creatividad «frente a una modernidad que no calla, que nos alimenta con el soma de la pantalla y los estados de conciencia alterados». Paloma Llaneza, autora de Datanomics, lo rebate sin dobleces: «No es necesario aburrirse para crear, al contrario: el aburrimiento sistémico, que es el que padecemos ahora, es tóxico». Y lo aclara: «Una cosa es el silencio y la paz de espíritu para la creatividad y otra el aburrimiento que te corroe por dentro y que es la causa y el efecto que vivimos con la tecnología». La experta apunta que la datificación –recibir productos y contenidos «que nos individualizan y nos hacen felices en nuestro pequeño reducto»– ha incapacitado el que se actúe como sociedad. Esto tiene consecuencias, advierte Llaneza, porque lo que antes se solucionaba con acciones colectivas ahora se hace «dando voces en Twitter». «Ese componente colectivo de la sociedad está siendo diluido porque las grandes tecnológicas se consumen de manera individual y solo así consiguen datos precisos de cada persona», indica.
La experta se refiere, igual que Tim Wu, a la diarquía que forman Google y Facebook, hoy por hoy los recaudadores de datos más perfeccionados que existen.«Cuando pasamos horas consumiendo vídeos que no requieren ningún esfuerzo mental, de ahí obtienen la información más valiosa sobre nosotros», apunta. «La tecnología utiliza el ciclo de la dopamina para generar ese estado de necesidad, de búsqueda de satisfacción no cumplida, que es ese chute que te obliga a seguir buscando el siguiente; precisamente, para salir de ese aburrimiento, pero es una salida que nunca llega», resume.
Publicidad ética, ¿publicidad rentable?
Los expertos en captar nuestra atención en un mundo dominado por pantallas no son solo creativos o programadores, como recuerda la psicóloga Sara Clemente: «El comportamiento de las personas depende de tres factores generales: su inteligencia, su temperamento y su motivación, que las lleva a hacer ciertas cosas y a descartar hacer otras. Los psicólogos publicitarios estudian cómo los consumidores emplean su inteligencia, cómo les influye su temperamento y en qué medida están motivados para actuar».