Acontecimientos recientes en la vida colombiana reafirman nuestra convicción en el sentido de que la violencia -que se ha venido exacerbando en el país durante los últimos años, pese al proceso de paz de 2016- solamente genera más violencia, pobreza e injusticia. El incremento de la violencia, en sus múltiples orígenes y manifestaciones, constituye uno de los fenómenos de mayor gravedad y muy difícil de tratar por parte de la institucionalidad. Se requiere una conciencia colectiva.
Desde luego, cuando se habla de violencia, la gente suele entender que se alude a la generada por los movimientos armados, como los subversivos o los paramilitares, los narcotraficantes y terroristas, o los causados por la delincuencia común, o por los abusos de autoridad en que a veces incurren miembros de la fuerza pública. Y -claro está- son frecuentes y protuberantes tales expresiones de violencia. Y son ellas las que causan mayor impacto en el seno de la colectividad, porque comprometen la vida y la integridad de muchas personas y comunidades, y ocasionan grandes daños a bienes públicos y privados, además del natural pánico y de una enorme inseguridad.
Pero esas no son las únicas modalidades de violencia. Hay también -y está muy extendida, casi normalizada por la sociedad- otras formas de violencia, cuya manifestación no proviene necesariamente de personas pertenecientes a grupos declarados públicamente como terroristas.
¿Qué tal, por ejemplo, la creciente violencia desatada contra los niños? Violencia verbal, sexual y física, que muchas veces culmina con lesiones irreparables o con la muerte de los menores. Formas repugnantes de ataque a criaturas indefensas, muchas veces provenientes de sus propios padres y familiares cercanos, o por “educadores”, o por sacerdotes pederastas (contra los cuales se ha pronunciado el Papa Francisco, y quienes no solamente deben ser excluidos del servicio eclesiástico sino acusados y condenados por la justicia penal), o por violadores y asesinos en serie.
Las organizaciones delictivas reclutan a los menores, y, en muchos casos -violando principios jurídicos de precaución y prevención- el propio Estado les ha causado la muerte en bombardeos, por tenerlos como “máquinas de guerra”
Como lo expresábamos en otra columna, no podemos olvidar que padres desnaturalizados han dado en torturar y hasta en matar a sus propios hijos, con la sola finalidad -también criminal- de golpear a sus parejas; o los casos horrendos como el del niño asesinado por su propia familia en el curso de un rito satánico, o el del recién nacido, cuya madre se atrevió a ordenar sus otros hijos menore que lo abandonaran en un basurero, con la fatal consecuencia de su muerte. Es violencia lo que hacen los corruptos que usan, para su ilícito beneficio, los programas de alimentación escolar; o los que tienen por negocio la utilización de niños para la mendicidad, como se ve en las calles de nuestras ciudades.
También hay violencia en las actitudes, en el contexto de la vida social. Es la violencia de las actitudes intolerantes y agresivas. La que despliega el conductor que insulta, ofende y humilla a los agentes del tránsito cuando es él quien ha cometido la falta. La del funcionario que, respecto a cualquier reclamo, agrede a los usuarios. O la del policía que habla a los golpes. Son formas de violencia que proceden de una deplorable e irracional falta de autocontrol y de respeto a los demás.
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(*) Exmagistrado de la Corte Constitucional. Profesor universitario.