Por: Daniel Samper Pizano
La tía Sarita era seca, impedida y silenciosa. A los 92 años, sus sobrinos la sacaban al patio por turnos para que tomara aire puro y viera los pajaritos. Por la noche la metían. Cierto puente, a causa de una letal confusión, el sobrino que debía guardarla se fue de viaje y al volver encontró a la tía Sarita convertida en témpano de hielo. Su alma gozaba ya del Señor. Quizás esta historia no pasa de ser una leyenda, pero vale como metáfora para contar lo que sucede en Colombia. El pasado 17 de marzo, con amor admirable, el presidente Iván Duque señaló que era preciso “proteger a los abuelos” y ordenó que “hasta el 31 de mayo, todos los adultos mayores de 70 años deberán permanecer en sus hogares”. Desde entonces estamos enjaulados por decreto. Se legisla a diario y con detalle sobre la pandemia: el pico y cédula, las horas de ejercicio, las de compras, los días de salida de las mujeres, los hombres y los transgéneros; los horarios para que los niños jueguen, los adultos caminen, los bancos gestionen y, dos veces al día, los perros caguen… (¡Qué detallazo! En la próxima plaga me pido ser perro).
Mientras tanto, los mayores seguimos en el desván al que nos mandó el presidente con máximo afecto. Muchas gracias, hombre, pero debo decir como en el bolero: “¡Ay, Iván, ya no nos quieras tanto!”. Soy sincero: no creo que sea culpa de él. Duque solo refleja la actitud de una sociedad egoísta. Durante milenios, los viejos fueron parte de la riqueza de un país. Job lo advertía en la Biblia: “En los ancianos está el saber”. Griegos, espartanos, egipcios, japoneses, chinos e indígenas acudieron siempre a sus mayores en busca de experiencia, conocimiento, sabiduría… Pero el capitalismo impuso una nueva escala de valores: había que producir, consumir y enriquecerse. Y como los viejos consumimos poco y producimos menos, nos remiten al archivo y el olvido.
La prueba es que el país no sabe bien cómo denominarnos ni cuántos somos. Pasamos, oficialmente, de ancianos a miembros de la Tercera Edad, Adultos Mayores y abuelos. ¿En qué momento ocurre el trágico suceso que nos degrada de mariposas a orugas, de ciudadanos a abuelitos? Según el ministerio de Salud, a los 60 años; según el DANE, a los 65; la Presidencia nos guarda a los 70. Así es difícil precisar números. El último censo señala que el 9.1 por ciento de los 48 millones de colombianos supera los 65 años. Es decir, algo más de 4 millones y algo menos de 5. Pero el problema no es la aritmética sino el enfoque. Las páginas del DANE representan a los niños con dos muñequitos radiantes; a los adultos menores, con una pareja fuerte y esbelta; y a los mayores con dos viejecitos jorobados que se apoyan en un bastón. Así nos ven. Y así nos tratan. Pero esa imagen solo corresponde a una respetable minoría. Ya que el porcentaje de adulticos aficionados al aguardiente y al cigarrillo supera al de ancianos inválidos, el DANE, para conservar el equilibrio, podría dibujar una botella en la mano del muñeco cuarentón y un chicote en la boca de su pareja. Por menos, “la rebelión de las canas” obligó al gobierno francés a recular y en Argentina protestan porque “a los viejos los tratan como estúpidos”. La káiser Angela Merkel proclamó: “Aislar los ancianos para recuperar la normalidad es éticamente inaceptable”.
¿No ha pensado nuestro gobierno que es posible tener más de 70 años y ser sano, activo, productivo y de buen ver? ¿A qué científicos llamó Duque al estallar la pandemia? A Manuel Elkin Patarroyo (73 años) y Rodolfo Llinás (85). ¿Sabe él que son octogenarios Sofía Loren, Jane Fonda, Alain Delon y Sean Connery? ¿Y también Pepe Mujica, el Papa, Elena Poniatowska, Clint Eastwood y Doris Lessing? ¿Ha visto a Mario Vargas Llosa (84), que escribe más y es más simpático desde que se emparejó con una sardina de 69 años?
Menos cariño y más sensatez, por favor. ¿Quiénes aconsejaron esta condena al sedentarismo? ¿Un comité de gerontólogos, o los ya acostumbrados amigotes y condiscípulos? ¿Qué juristas aprobaron conculcarnos los derechos que ejercen los demás? Según la ciencia, los mayores no contagiamos más que el resto, pero somos más vulnerables. Es solo relativamente cierto. A numerosos fallecidos en ancianatos los mataron la pobreza y el hacinamiento, no la edad. Nuestros protectores más cerebrales nos enjaulan para que no acabemos ocupando una cama de la UVI que merece un joven con mejor futuro. Como no quiero vegetar ni competir por un respirador, tengo una propuesta. Hace años suscribí un papel en el que exijo una muerte digna y rechazo innecesarios paliativos. Estoy dispuesto a firmar que también renuncio a un cupo en la UVI a cambio de que me reconozcan sin demora los derechos de los demás ciudadanos. Tengo 74. Prefiero menos vida con más vida en vez de más vida con menos vida. Llegado el momento, que me recuesten en cualquier cama y me dejen recordar tranquilo lo que he vivido. Y de ahí en adelante, que me ayude la tía Sarita…
Esquirlas. No podría agradecer uno por uno a los lectores que recibieron con desproporcionado cariño mi regreso a las columnas. Lo hago desde aquí. Y sobre la frecuencia de mis artículos, reitero: saldrán cada vez que pueda o que quiera. Los Adultos Mayores somos así: jodones.