La reforma social agraria que no ha sido posible en Colombia.

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“La tierra de la cual hacemos parte y sobre la cual tenemos no solo el privilegio, sino también el derecho y la obligación de acometer todos y cada uno de nuestros actos, no solo es para vivir en ella, sino también para conservarla y protegerla, como el mayor y más sagrado legado que se nos haya podido dar como individuos y como sociedad”.

Autor: Héctor Jaime Guerra León*

Desde remotas épocas, por no decir que desde la declaración de nuestra libertad, pues desde mucho antes, ya en nuestros territorios, lo que antes se llamó la gran Colombia y después de la conformación de la república que hoy somos, nuestro pueblo sentía la necesidad de establecer y poner en marcha ideales políticos, económicos y sociales que dieran al traste con el marcado manejo monopolista de la propiedad que despóticamente nos legaron nuestros mal llamados descubridores (algunos dirían, usurpadores españoles). Tal vez fue esa forma tan arbitraria e inhumana de explotar la tierra y de entender la propiedad (entre la cual contaban a sus habitantes), uno de los factores que más influyó en la búsqueda de unas mejores condiciones de vida y, en todo caso, de las independencia que solo hasta 1.810 empezó a dar sus primeros frutos en contra de las hegemonías que se habían impuesto por el soberano español, a través de la figura político administrativa conocida como la Nueva Granada, que no fue más que la sutil forma de imponernos la cruel y foránea forma de gobernar a los territorios y pueblos “conquistados” por parte -en aquellas épocas- del poderoso imperio Español, como fueron los virreinatos.

Desde que tenemos conocimiento, como colombianos e hijos de esta hermosa y portentosa nación, hemos venido tratando de enmendar o corregir aquellas viejas y adversas tradiciones y formas de obtener la propiedad, tratando de repartir mejor y más justamente el mayor legado que nos ha dado la Divina Providencia y el planeta mismo, que es la tierra en que nos tocó nacer, de la cual hacemos parte y sobre la cual tenemos no solo el privilegio, sino también el derecho y la obligación de acometer todos y cada uno de nuestros actos, no solo para vivir en ella, sino también para conservarla y protegerla, como el mayor y más sagrado legado que se nos haya podido dar como individuos y como sociedad.

Pero, a pesar de que en verdad se han hecho todos esos esfuerzos y sacrificios (porque por el manejo y manipulaciones que se han dado en nuestro país, por el mantenimiento de estas inequitativas formas tradicionales de tener y explotar la tierra, han sido incontables los atropellos e injusticias que históricamente han sucedido contra territorios y/o comunidades e individuos, haciéndose hasta nuestros días imposible emprender un proyecto que ponga en marcha una auténtica y más equitativa reforma agraria, que busque –como se quiso hacer con la ley 135 de 1961, la cual se “se fundamentaba en tres lineamientos estratégicos para adelantar el proceso de reforma agraria en Colombia: a) dotación de tierras a campesinos carentes de ellas; b) adecuación de tierras para incorporarlas a la producción, y c) dotación de servicios sociales básicos y otros apoyos complementarios”.

Desafortunadamente esos tres pilares, que fueron aprobados en nuestro orden jurídico desde hace ya más de medio siglo (1.961), por la mezquindad y negligencia de las élites económicas y sus gobernantes, no ha sido posible hacer integralmente el desarrollo de sus más elementales principios, que fueron la razón de ser no solo de esa importante y antigua norma, sino también la más sublime esperanza y el gran anhelo del campesinado, que -por aquellas calendas- era la inmensa mayoría del pueblo colombiano, y que –tal vez por la fallida aplicación y poco desarrollo de esta legislación, han tenido que proceder (por la fuerza de estos nefastos hechos) a cambiar sus costumbres y sus modus vivendi, vendiendo sus tierras por cualquier centavo o abandonarlas y desplazarse, por necesidad, pobreza o la violencia generada por quienes interesados han estado desde aquellos tiempos a tener el dominio, así sea a sangre y fuego –como no pocas veces ha ocurrido- sobre ese tipo de propiedad. Hoy gran número de esos pueblos y sus descendientes -que fueron los ancestrales y verdaderos dueños de esos territorios- hacen parte de los famosos y deplorables “cinturones de miseria” que por esa y otras causas conexas con estas y no menos deplorables e indignas, han tenido que migrar en penosos éxodos de pobreza y desolación hasta estos populosos e inhospitalarios lugares.

Así pues, que esos valores y principios (que pueden verse desde su primer artículo), que sirvieron como fundamento a la reforma en cuestión y que con su desarrollo hubiese sido suficiente para tener hoy un integral impulso del sector agrario y social de nuestro país, se han quedado en el papel (como tantas otras buenas ideas que al respecto se han conocido), quedando a la espera –a través de todos esos años- de que algún gobierno, con el amparo de una sociedad menos hipócrita, más consciente y coherente, los ponga en verdadera ejecución, mediante unas eficaces leyes reglamentarias y de un accionar más comprometido con el futuro del país y de su bienestar colectivo, podamos ver algún día materializados y al servicio de todos estos nobles ideales:

“Reformar la estructura social agraria por medio de procedimientos enderezados a eliminar y prevenir la inequitativa concentración de la propiedad…; Fomentar la adecuada explotación económica de tierras incultas o deficientemente utilizadas, de acuerdo con programas que provean su distribución ordenada y racional aprovechamiento; Acrecentar el volumen global de la producción agrícola y ganadera en armonía con el desarrollo de los otros sectores económicos; aumentar la productividad de las explotaciones por la aplicación de técnicas apropiadas, y procurar que las tierras se utilicen de la manera que mejor convenga a su ubicación y características; Crear condiciones bajo las cuales los pequeños arrendatarios y aparceros gocen de mejores garantías, y tanto ellos como los asalariados agrícolas tengan más fácil acceso a la propiedad de la tierra; Elevar el nivel de la vida de la población campesina, como consecuencia de las medidas ya indicadas y también por la coordinación y fomento de los servicios relacionados con la asistencia técnica, el crédito agrícola, la vivienda, la organización de los mercados, la salud y la seguridad social, el almacenamiento y, conservación de los productos y el fomento de las cooperativas; Asegurar la conservación, defensa, mejoramiento y adecuada utilización de los recursos naturales”, entre otra gran cantidad de buenas propuestas que al respecto ya existen. No ha faltado sino voluntad política, para el cabal logro de estos grandes y altruistas propósitos.

Ojalá en el actual cuatrienio, en “el gobierno del cambio”, que ha mostrado un serio y noble compromiso con este tipo de acciones y, de manera específica, con los territorios y poblaciones más necesitados y deprimidos de la patria, puedan retomarse y aplicarse de manera más eficiente e integral estos postulados, porque allí están todos y cada uno de los anhelos de un pueblo al que – desde el siglo pasado- se le prometieron estas reformas y hasta la fecha no ha sido posible cumplirle -repito- por la ambición, la falta de compromiso y, fundamentalmente, por la falta de coherencia de un Estado y de una sociedad que no han sido consecuentes con su pueblo y con sus instituciones, aplazando adrede -décadas tras década- la vieja obligación de asumir con seriedad y lealtad estos cambios y transformaciones sociales, económicas y políticas, todo ello por beneficiar y mantener coloniales e insanas prácticas de injusticia e inequidad económica, social y política.


*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación y el Desarrollo Comunitario; en Derecho Constitucional y Normas Penales. Magíster en Gobierno.

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