“Muchos han sido los esfuerzos que se han realizado e incontables también las pérdidas que se han tenido, no solo en materia económica, sino además en vidas humanas, en la intensa lucha que se ha librado contra la corrupción y las distintas formas de descomposición social que con fuerza han invadido a todo el país”.
Por. Héctor Jaime Guerra León*
Mientras avanzan las distintas expresiones de delincuencia y de corrupción que se han evidenciado cada vez con más frecuencia y complejidad, se sigue implorando, desde algunas tribunas y, en especial, por parte de algunos líderes sociales, cívicos, políticos y/o religiosos, que ven como única salida para la solución de este terrible fenómeno, el de que ello debe recomponerse desde el seno mismo de las instituciones afectadas con este nefasto fenómeno, como lo son propiamente el Estado, la sociedad y la familia.
Muchos han sido los esfuerzos que se han realizado e incontables también las pérdidas que se han tenido, no solo en materia económica, sino además en vidas humanas, en la intensa lucha que se ha librado contra la corrupción y las distintas formas de descomposición social que con fuerza han invadido a todo el país, por medio de múltiples y sofisticados comportamientos delincuenciales; pero nada, absolutamente nada ha hecho posible su extinción. Por el contrario, pareciera que cada día son más fuertes e invencibles sus manifestaciones. Hasta podría decirse que en algunos escenarios de la vida social, institucional y política, ciertos comportamientos antisociales o, por lo menos antiéticos, han dejado de ser una mera conducta irregular, para tornarse en una costumbre, que por su arraigo y frecuencia empieza a ser aceptada, inclusive defendida en amplios sectores sociales y comunitarios donde se practica. El comportamiento delincuencial no solo proviene del ser humano individualmente considerado, sino de lo más profundo y complejo de la sociedad y la familia, si atendemos al principio que afirma que la conducta criminal no es innata (pues no se nace siendo delincuente o corrupto) sino que es aprendida (asimilada) del entorno social y/o familiar a que se pertenece (La Enciclopedia CCI https://www.enciclopediacci.com/blog/la-conducta-criminal-es-innata-o-adquirida).
Según Transparencia por Colombia, en términos sencillos “La corrupción consiste en el […] abuso de posiciones de poder o de confianza, para el beneficio particular en detrimento del interés colectivo, realizado a través de ofrecer o solicitar, entregar o recibir bienes o dinero en especie, en servicios o beneficios, a cambio de acciones, decisiones u omisiones […]”. Quedan allí incluidos desde los actos de corrupción más complicados, deliberados y perversos, como los más llamativos entramados de corrupción en los que se ven involucrados las más importantes e indeterminadas partidas presupuestales del erario público, que se defrauda a través de la contratación administrativa y privada, como todas aquellas acciones u omisiones que se materializan en una cualquiera de las ramas del Poder Público o del empresariado particular, como todo aquel acto voluntario que pretenda beneficio particular indebido o injusto, por sencillo o insignificante que este parezca, puede ser la expresión clara y simple de un acto de corrupción.
Con razón desde 1976 el presidente Alfonso López Michelsen reconocía que «la descomposición social es más grave de lo que se supone» y agregaría (según la Criminología) que es éste el mejor y más nutritivo caldo de cultivo para cualquier tipo de comportamiento delincuencial. La Iglesia católica, al igual que muchas otras agremiaciones civiles y religiosas, han hecho eco a la necesidad urgente de acabar con la creciente descomposición social que ha invadido a nuestra nación, dejándose permear de las más aberrantes y dañinas conductas delincuenciales.
Debo, para mejor desarrollar este análisis, hacer alusión a las extraordinarias intervenciones realizadas, en el Sermón de las Siete (7) Palabras 2024: reflexiones de los Arzobispos de Colombia, en el cual la iglesia católica se queja y deja en evidencia la inmensa crisis de desigualdad, de corrupción y de injusticia que azota a la humanidad y de manera muy especial a nuestra sociedad y que por su importancia me permito trascribir y resaltar algunos de sus apartes:
Los seres humanos “pretenden construir su paraíso solo en la tierra, un paraíso edificado solo a partir de la economía y la tecnología, cuyos pilares han sido la competitividad, el confort y la banalidad. Esto ha producido en el mundo entero un fenómeno en el que un pequeño grupo de personas acumulan todas las riquezas y con sus negocios determinan a su favor la orientación de la política, la educación y la comunicación. En general estos proyectos contaminan la vida de la sociedad, generando una gran desigualdad, reducen a la pobreza a tantas personas cuya estrechez de vida los mantiene en el límite de lo soportable. Esto va propiciando que crezca en amplios sectores un gran malestar, es la consecuencia de una visión de la vida que borra los valores fundamentales y nos despoja del sentido de trascendencia. Este sistema nos está asfixiando, nos entretiene con espectáculos, nos atrofia la inteligencia y la afectividad, no nos da tiempo para ser humanos.
Si bien esta crisis es peligrosa porque nos desestabiliza, es también la oportunidad para realizar algo nuevo y mejor. Ahí debe intervenir la sabiduría y la responsabilidad de todos. Hay que dejar tantas cosas que no necesitamos, hay que promover una auténtica justicia social, hay que volver a lo esencial de la vida que nos de paz interior y genere amor por las personas que nos rodean, hay que reaccionar con una verdadera vida espiritual, hay que descubrir y realizar hoy el plan de Dios sobre nosotros.
Y continua nuestro Arzobispo afirmando que todo esto “Debe llevarnos a un compromiso serio de construir una tierra nueva, donde habite la justicia y donde haya oportunidad de salud, educación, empleo, de convivencia en la libertad y de vida, con dignidad para todos…no podemos desentendernos de la responsabilidad de instaurar la justicia social en el mundo para lograr que haya equidad para todos y hacer que cada persona humana sea valorada y respetada en sus derechos fundamentales” (Mons. Ricardo Antonio Tobón Restrepo, Arzobispo de Medellín).
Finalmente, la iglesia exhorta a que en ese compromiso que todos debemos asumir, para poder construir un país mejor, un mundo más humano y justo “hay que acabar con dos lacras: LA INSENSIBILIDAD SOCIAL –que es a mi juicio el peor acto social y humano que existe– y LA CORRUPCIÓN, que impiden que todos trabajemos por el bien común”. (…).
Mientras en la sociedad, e inclusive al interior de la familia, subsistan los terribles vicios que han inundado a la humanidad, contaminada de odios, pasiones y/o ambiciones desmedidas, resentimientos infundados que no permitan el perdón y la verdadera reconciliación entre todos y cada uno de los que hacemos parte del conglomerado social y de la humanidad misma, será imposible acabar con el terrible y peligroso flagelo de la corrupción, que es en últimas el más poderoso instrumento a través del cual se difunden vigorosamente todos los demás males que agobian a nuestro sistema social, institucional y familiar, no solo en Colombia, sino también en el mundo entero, pero que aquí se han arraigado verdaderamente de manera dramática y, al parecer, irreversible si la sociedad y el Estado no ponen freno a tan deplorable descomposición.
*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación Ciudadana y Desarrollo Comunitario; en Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magister en Gobierno.