Vladímir Putin es un autócrata serio, formal y peligroso. No es difícil encontrar prototipos similares, pues los de su clase generalmente siguen el modelo del hombre duro que no le teme a nada. Si se quiere, son la versión más común del frío espía de película que puede actuar de una forma, mientras que realmente piensa de otra. Desenmascarados, simplemente son los simios más sofisticados de la manada.
No por azar formó parte de la KGB, la agencia de inteligencia de la Unión Soviética. En aquella época, inspirados por el James Bond soviético, Stierlitz, muchos jóvenes comprometidos se unieron a la policía secreta comunista buscando aventuras propias.
El mundo ha dado varios saltos en política internacional desde entonces. La guerra fría terminó con lo que algunos, hoy arrepentidos, llamaron el fin de la historia.
Siguiendo a Francis Fukuyama, Occidente expresó a los cuatro vientos que la democracia y el libre mercado habían derrotado al comunismo luego de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética.
Al fin quedaba demostrado que había valido la pena derramar tanta sangre en vano. Pero el dolor no dejaba de sentirse en Afganistán, Iraq y, aún hoy, en Siria, cuando el telón de acero volvió a erigirse. Esta vez, los lideres que amenazan la democracia son, sorprendentemente, los mismos con idénticos artilugios de fortalecimiento de su posición estratégica en las «mesas de negociación».
Ya nadie cree en la grotesca, pero diplomática fórmula de los derechos de veto del Consejo de Seguridad de la ONU, que falsea la idea de la paz perpetua kantiana y abusa de la buena fe de sus miembros. Las «negociaciones» tienen lugar en los sangrientos frentes de batalla ucranianos. Hoy la democracia no solo se decide en las contiendas electorales, sino que desafortunadamente también se enfrenta a la cruenta realidad de la guerra. El modelo puede ser imperfecto, pero debe triunfar.