Por Maria Victoria Saldarriaga Henao
Muchas personas conservan una cuchara en su escritorio de estudios, en un lugar de la alacena, o en el bolsillo de la cartera. Una de ellas es Camila, una joven de veinte años, hija de una familia adinerada que sobresalía por su belleza y altura de su cuerpo; pero esto a ella no le importaba, lo que si le importaba era que su padre, Héctor, dueño de una panadería ubicada en uno de los barrios más famosos de la ciudad de Boston la dejara recibir cursos de capacitación cuando el chef dictara a los panaderos la receta de los pandequesos y las almojábanas, la compañía predilecta a la hora del desayuno.
Su padre la conocía por ser una niña caprichosa. Desde pequeña mantenía en el nochero de su pieza una toallita para limpiarse las manos, después de comer algo; coleccionaba medias de todos los colores, y hasta conservaba una libreta de apuntes para sus actividades diarias, lo que si no había notado en Camila era en que fuera tan asquiente con las cucharas, ya que desde los diez años al festejar su cumpleaños una invitada le dio a probar parte del helado produciendo en Camila una bacteria que la llevó a la clínica.
Días después al abrirse el curso de almojábanas y pandequesos que tanto quería recibir Camila echó en su bolso su única y predilecta cuchara, que nadie la podía coger, pues sus escrúpulos se pasaban del límite. Y así, como Camila era una niña caprichosa su padre era un hombre radical en su horario laboral al que Camila tenía que marcarle las horas puntuales, sin un minuto más ni un minuto menos.
Días después, Camila al llegar tarde de la universidad notó el afán de su padre para ir a la panadería, pues vio que tomaba con ligereza del armario la chaqueta. Esta rapidez en la que se hallaba su papá produjo en ella un desespero de solo pensar que la dejaría sino se afanaba; así que soltó con brusquedad sobre la cama la maleta donde estaban sus útiles, y por supuesto su cuchara, que siempre la guardaba en la mochila.
Horas después, antes de empezar a estudiar las recetas culinarias exigidas por el chef, Camila pide un tinto amargo, que lo endulza con una buena cantidad de azúcar; pero al buscar la cuchara para revolver el café recordó que la había dejado en la mochila. Fue tanto el desespero porque no tenía con qué revolver el café que se devolvió para la casa a buscarla hasta que la sacó del morral y al llegar a la panadería, ya había comenzado el curso, lo que a Camila le dio por pensar: «prefiero perder algunas nociones del curso a dejar de revolver el café con mi propia cuchara».
Isabel, su compañera del curso que tanto la aconsejaba en sus caprichos de niña intensa, durante el tiempo de descanso, le habló con un tono de regaño:
— ¿Qué te pasa con la cuchara que tuviste que devolverte por ella como si no hubiese en esta panadería cucharas?, ¿Prefieres perder parte del curso, sobre todo en saber cómo preparar lo que tanto te gusta: las almojábanas y los pandequesos?, ¿Qué te pasa? ¡Eres muy obsesiva!
— Me volví obsesiva con la cuchara porque cuando tenía diez años al asistir a una fiesta de cumpleaños una amiga de la fiesta me dio a probar parte de su helado y ésta me produjo una bacteria que me obligó ir a la clínica para que me desintoxicaran, por tanto, todos los de mi casa respetan mi capricho diciéndome siempre: «recuerda la cuchara, no la vayas a dejar».
Isabel, era una buena amiga de Camila, pero ambas de temperamentos diferentes. Mientras que Camila se aferraba a una sola cuchara, Isabel tomaba un palillo, revolvía con el dedo el café sino contaba con una cuchara para revolverlo; Camila se desconcentraba pensando en asuntos diferentes a lo que en ese momento debería estar haciendo, Isabel se concentraba en desempeñar las actividades del momento.
Camila llevaba diez años de usar la misma cuchara, la quería como si fuera su mascota, pero días después su madre murió, así que su atención se concentró en organizar los preparativos del velorio. Fue tanto el corre corre de este triste acontecimiento que ya no pensaba ni en la cuchara que tanto quería, tomaba otra sin darse cuenta de que no era la suya, Isabel no le decía nada cuando veía que revolvía el tinto con una diferente, con el fin de saber si ella se daba cuenta, pues era tanto la tristeza que llevaba en el alma que, pasados unos días, después de la muerte de su madre, le dijo a su amiga Isabel mientras preparaban los pandequesos para la venta:
— ¿Qué se hizo mi cuchara?
— Desde que murió tu madre, tú no volviste a usarla. Quién sabe dónde la dejaste. Alguien la debió haber cogido o se perdió— le dijo Isabel.
— Camila le contestó: “Ya no me importa. Hay tristezas más hondas que se llevan en el alma que una simple cuchara que la puede reemplazar otra, lo del acontecimiento de la bacteria pasó hace muchos años, hoy en día estoy viviendo la ausencia de mi mamá que no tiene solución. Mi madre no tiene reemplazo, la cuchara sí”.
Dejaré la obsesión por una cuchara que tanto me estaba enfermando.