Ojo al populismo punitivo

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  • Un nuevo alud de reformas penales
  • Blindar Política Criminal del Estado

Una vez más están prendidas las alertas en el Congreso por el alud de proyectos de ley y acto legislativo radicados en apenas once días de esta tercera legislatura. Según lo publicó este diario serían más de 375 las iniciativas, tanto de origen gubernamental como parlamentario, que han llegado a las respectivas secretarías de Senado y Cámara de Representantes. No en pocas ocasiones hemos advertido que +la sobreproducción normativa se ha convertido en un mal endémico en Colombia, pues prima la lesiva tesis de que a toda problemática hay que crearle una ley para avanzar en su solución, sin detenerse a analizar si ya hay dentro del ordenamiento legal y constitucional alguna herramienta eficaz para ese objetivo o si la falencia radica en que no se aplica de forma debida.

No es un asunto de menor importancia y prueba de ello es que el año pasado el mismo Congreso aprobó un proyecto que eliminó once mil leyes y decretos inútiles, desuetos o cuyo objeto ya había sido superado. No hay que olvidar que dentro del largo proceso que tuvo que surtir Colombia para cumplir los estándares de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), una de los compromisos de país fue, precisamente, avanzar de manera sustancial en la racionalización y depuración normativa, partiendo de la premisa de que la proliferación de leyes, decretos, reglamentaciones y otras directrices legales de menor estatus no solo producen un alto riesgo de inseguridad jurídica, sino que son fuente permanente de desgreño administrativo, corrupción, tramitomanía y afectación de derechos fundamentales, entre otros flagelos que lesionan seriamente la funcionalidad, legitimidad y el erario del Estado.

Dentro de esa marejada de proyectos radicados en el arranque de este periodo legislativo llama la atención, una vez más, la cantidad de iniciativas que busca reformar la legislación penal: un nuevo intento para restringir la eutanasia y el aborto; propuestas para imponer la cadena perpetua a delitos como feminicidio y narcotráfico; mecanismos para establecer una especie de “vía rápida” en los procesos cuando las víctimas sean menores de edad; reformas hacia la despenalización del consumo de algunos narcóticos y otras en la dirección contraria; también se está planteando la eliminación de beneficios de casa por cárcel y libertad condicional a los agresores sexuales… A todas estas iniciativas hay que sumar las que ya vienen en trámite en las Comisiones Primeras o están en turno para ser discutidas en las plenarias.

Si bien es cierto que la legislación penal requiere de ajustes para adecuarla a la evolución de la criminalidad y las amenazas de vieja y nueva data a la seguridad y convivencia ciudadanas, el extremo vicioso es la ‘reformitis’ que caracteriza al país en el campo penal. Es evidente que hay una clara tendencia al llamado populismo punitivo, que se traduce como la propensión parlamentaria y de muchos otros sectores del país a estar creando tipos penales o agravando los ya existentes para responder a coyunturas delictivas de alto impacto público y mediático. La propia Corte Suprema de Justicia ha advertido sobre los riesgos que implica esta práctica ya que afecta de forma grave la coherencia y eficacia de la legislación penal, rompe principios básicos como el de la proporcionalidad entre delito y castigo, al tiempo que crea vacíos normativos que lesionan el debido proceso y afectan las garantías primarias de todos los colombianos.

Es evidente que hay una falla estructural de la Política Criminal del Estado. Sí, existe un Consejo Superior sobre la materia, cuya principal función es velar porque el conjunto normativo y la institucionalidad para prevenir y combatir el accionar de la delincuencia funcionen de manera coherente y efectiva. Sin embargo, para nadie es un secreto que al no ser obligatorios sus conceptos sobre los cambios en materia penal y de procedimiento penal, queda abierta una ruta peligrosa al populismo punitivo. En otras naciones cualquier reforma en la materia debe tener un visto previo de alguna instancia superior o especializada, ya sea administrativa, judicial o legislativa, que garantice que la propuesta en estudio sea viable en el derecho fundamental de la pronta y debida justicia.

Tampoco se puede obviar en este fenómeno de la ‘reformitis’ penal el bajo o nulo rol de los partidos políticos en cuanto a establecer un filtro a las iniciativas de sus parlamentarios en temas tan delicados como el penal. Por lo mismo, no en pocas ocasiones les toca a las propias colectividades salir a desautorizar y atajar propuestas arriesgadas o polémicas de los suyos.

Sería bueno que ante semejante alud de proyectos que reforman los códigos Penal, de Procedimiento Penal, Penitenciario y de menores infractores se pudiera hacer un alto en el camino para analizar de forma detenida las implicaciones de cada uno, acudiendo para ello al concurso de las altas Cortes, las facultades de Derecho y otros sectores de amplia experticia en este tema. Con ello no sólo se cualificaría la actividad legislativa sino que se garantizaría la coherencia y eficacia de la Política Criminal del Estado, soporte pétreo de su institucionalidad.
El Nuevo Siglo
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