Por primera vez en Medellín una escuela de señoritas producía noticias dignas de comentar. Laura Montoya era directora del Colegio de la Inmaculada, donde asistían las niñas de las familias más selectas. Había regentado escuelas en Amalfi, Fredonia y Santo Domingo, y tenía fama de inteligente así ella se describiera como una maestra rudimentaria que solo sabía lo que “no debe ignorar ningún católico”. La decisión de Eva Castro, una de sus discípulas preferidas, de plantar a su prometido apenas unos días antes de una boda anunciada con campanadas e intercambio de argollas, hizo llover truenos sobre el colegio de señoritas y su directora. Los padres comenzaron a sacar a las niñas de ese corral donde corrían el riesgo de ser llevadas al convento por medio de ideas delirantes. La monja Laura seguía caminando con su joroba de burlas y acusaciones. En últimas todo podía ser una forma buscada por la Providencia para poner a prueba su fuerza y su vocación.
Meses después del escándalo la madre Laura pasó de las habladurías a las páginas de la novela de moda en la parroquia. Alfonso Castro, médico y escritor de ideas liberales, acababa de publicar su obra Hija espiritual. Allí se contaba la historia de una profesora trastornada que ungía con saliva a sus discípulas, les esculcaba el cajón sagrado de las confesiones y les inculcaba el repudio por los hombres hasta hacerlas torcer los ojos. Señorita Adela era el nombre de ese personaje que calcaba y agregaba algunos vicios a los decires acerca de Laura Montoya. Sofía del Río se llamó en las páginas de Hija espiritual la novia asustadiza que en la vida del Parque Bolívar venía a ser Eva Castro, hermana del autor de la novela. Lo que antes era chismorreo se confirmaba por vía literaria y ahora ningún padre quería tener a su hija en el colegio de ese personaje novelesco, ya fuera por temor a la histeria espiritual o al simple ridículo. El colegio y su rectora se vinieron a pique.
De modo que Laura Montoya decidió jugar sus restos y ser “atrevida y solemne” por primera vez en la vida. El resultado fue una Carta Abierta al Doctor Alfonso Castro en la que se defiende de “un fallo ya proferido por el público”.
La carta de unas veinte páginas que escribió bajo la tutoría dialéctica y literaria de Tomás Carrasquilla –incluso aparece en las obras completas del escritor de Santo Domingo– tiene el tono de la diatriba y la cátedra, de la crítica literaria y el cuento raso, de la venganza inteligente y el reto a los enemigos certeros. Y contiene tal vez algunos de los primeros alegatos feministas contra una sociedad donde las mujeres solteras eran una anomalía digna de laboratorio.
Es imposible saber qué tanto escribió Carrasquilla y qué tanto dictó Montoya. Pero no hay duda de que hicieron una muy buena pareja literaria y que habrían podido defender con éxito la causa que hubieran elegido. La carta comienza descalificando la novela por armar un personaje siniestro con los defectos que podrían circular por todas las celdas de un convento pero jamás juntarse en el cuerpo de una sola monja. Castro es tildado de constructor de tramas inverosímiles para defender el orgullo familiar y dar un golpe partidista. Según la carta, las escenas perturbadoras que representa la señorita Adela son dignas de un manicomio o un asilo y no de una escuela de señoritas. Muy pronto Castro pasa a ser el acusado de fanatismo y creencias sobrenaturales. Los partidos políticos, esos antros de “irritación y suspicacia”, eran los culpables de su composición entre pueril y retorcida. Y como la madre lo llama enemigo, no ahorra en armas ni en filos: “Y como quiera que el ridículo y la calumnia son, por otra parte, armas de doble punta, acontece con frecuencia que salga más herido el atacador que el atacado mismo”.
Un detalle de la historia confirma que la madre Laura tenía su inclinación a las locuras extáticas. En medio de la hoguera que se había levantado a su alrededor, la religiosa procedió según sus saberes: calentó un cuchillo al rojo vivo y se grabó con él una cruz en el pecho. Una defensa íntima contra sus enemigos antes del desfogue público que le permitió la pastoral contra Alfonso Castro. La elegancia de la escritura no esconde la gravedad de las acusaciones contra el médico liberal. Luego de desbaratar sus habilidades como escritor hace una insinuación sobre su carácter. El novelista resultaba cobarde, además de tosco como escritor. Cargar contra una escuela de señoritas en vez de atacar a los poderosos colegios religiosos del momento era prueba suficiente: “Causa que elige para el ataque a un enemigo tan pequeño y un flanco tan descubierto, no se tiene por muy pujante. Si triunfa, como usted, el triunfo será irrisorio: será la victoria del león contra la rata, sobre una rata de sacristía”.
Laura Montoya también se defiende contando su versión de la historia. Por su carta sabemos que Eva Castro era una niña nerviosa que aborrecía los bailes y la vida social. Decía amar a su prometido pero le temía como al demonio. Ella misma sirvió de celestina al llevarle la razón al novio cuando la joven decidió entre temblores darle el sí.
Todo termina con un alegato sobre la posibilidad de hacer vida espiritual y el derecho a encerrarse, connatural al derecho a salir y andar por donde se antoje. Según la religiosa, se entendía que “el mundo, como enemigo del alma”, tildara a las mujeres que no eran madres o esposas como simples animales. Pero le parecía increíble que los sabios que exaltaban el espíritu no pudieran aceptar que una mujer sola buscara algún ideal sublime para escudarse contra los tiros del mundo: “Si no somos más que animales; si somos seres inútiles; si no servimos ni para ornato ni para recreo; si no tenemos objetivo ni significado en la vida, ¿no es cierto que representamos nuestro papel de bestias chasqueadas e inútiles con demasiada mansedumbre?”.
En esas páginas llenas de argumentos y de rabia contenida Laura Montoya va dejando una estela de liberalismo y respeto a las elecciones individuales, un rastro de inteligencia sencilla alejada del catecismo y los sermones. Habría que darle toda la razón y encumbrarla en el altar de la biblioteca, con la esperanza de que no la dañe la bendición definitiva de El Vaticano.
La Madre Grande
Juan Carlos Orrego – Fotografia Archivo Familiar