Recordando a Laura Montoya: 12 de mayo día de su canonización

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Recordando a Laura Montoya 12 de mayo día de la canonización “Carta Abierta al Doctor Alfonso Castro” por Laura Montoya, en Obras Completas de Tomás Carrasquilla.
Protagonista de Novela – Pascual Gaviria
En los primeros años del siglo XX la madre Laura fue tratada como bruja en las calles y casas de Medellín. Los emboladores la chiflaban cuando iba para la iglesia, los periódicos de izquierda la calificaban de “beata venenosa”, las casas liberales de “fanática” y algunos conservadores de mística radical. Laura Montoya era la protagonista del folletín amoroso que alegraba los algos de las señoras y los corrillos de los señores. Un novio dejado en el abismo del altar por una señorita nerviosa que alegaba tener vocación mística y repudiar el matrimonio fue suficiente para que se desatara un ruido social y político en la Villa. Una monja estaba sugestionando a las niñas para arrastrarlas a los conventos en las narices de familias que profesaban la religión del “libre pensamiento”.

Por primera vez en Medellín una escuela de señoritas producía noticias dignas de comentar. Laura Montoya era directora del Colegio de la Inmaculada, donde asistían las niñas de las familias más selectas. Había regentado escuelas en Amalfi, Fredonia y Santo Domingo, y tenía fama de inteligente así ella se describiera como una maestra rudimentaria que solo sabía lo que “no debe ignorar ningún católico”. La decisión de Eva Castro, una de sus discípulas preferidas, de plantar a su prometido apenas unos días antes de una boda anunciada con campanadas e intercambio de argollas, hizo llover truenos sobre el colegio de señoritas y su directora. Los padres comenzaron a sacar a las niñas de ese corral donde corrían el riesgo de ser llevadas al convento por medio de ideas delirantes. La monja Laura seguía caminando con su joroba de burlas y acusaciones. En últimas todo podía ser una forma buscada por la Providencia para poner a prueba su fuerza y su vocación.

Meses después del escándalo la madre Laura pasó de las habladurías a las páginas de la novela de moda en la parroquia. Alfonso Castro, médico y escritor de ideas liberales, acababa de publicar su obra Hija espiritual. Allí se contaba la historia de una profesora trastornada que ungía con saliva a sus discípulas, les esculcaba el cajón sagrado de las confesiones y les inculcaba el repudio por los hombres hasta hacerlas torcer los ojos. Señorita Adela era el nombre de ese personaje que calcaba y agregaba algunos vicios a los decires acerca de Laura Montoya. Sofía del Río se llamó en las páginas de Hija espiritual la novia asustadiza que en la vida del Parque Bolívar venía a ser Eva Castro, hermana del autor de la novela. Lo que antes era chismorreo se confirmaba por vía literaria y ahora ningún padre quería tener a su hija en el colegio de ese personaje novelesco, ya fuera por temor a la histeria espiritual o al simple ridículo. El colegio y su rectora se vinieron a pique.

De modo que Laura Montoya decidió jugar sus restos y ser “atrevida y solemne” por primera vez en la vida. El resultado fue una Carta Abierta al Doctor Alfonso Castro en la que se defiende de “un fallo ya proferido por el público”.

La carta de unas veinte páginas que escribió bajo la tutoría dialéctica y literaria de Tomás Carrasquilla –incluso aparece en las obras completas del escritor de Santo Domingo– tiene el tono de la diatriba y la cátedra, de la crítica literaria y el cuento raso, de la venganza inteligente y el reto a los enemigos certeros. Y contiene tal vez algunos de los primeros alegatos feministas contra una sociedad donde las mujeres solteras eran una anomalía digna de laboratorio.

Es imposible saber qué tanto escribió Carrasquilla y qué tanto dictó Montoya. Pero no hay duda de que hicieron una muy buena pareja literaria y que habrían podido defender con éxito la causa que hubieran elegido. La carta comienza descalificando la novela por armar un personaje siniestro con los defectos que podrían circular por todas las celdas de un convento pero jamás juntarse en el cuerpo de una sola monja. Castro es tildado de constructor de tramas inverosímiles para defender el orgullo familiar y dar un golpe partidista. Según la carta, las escenas perturbadoras que representa la señorita Adela son dignas de un manicomio o un asilo y no de una escuela de señoritas. Muy pronto Castro pasa a ser el acusado de fanatismo y creencias sobrenaturales. Los partidos políticos, esos antros de “irritación y suspicacia”, eran los culpables de su composición entre pueril y retorcida. Y como la madre lo llama enemigo, no ahorra en armas ni en filos: “Y como quiera que el ridículo y la calumnia son, por otra parte, armas de doble punta, acontece con frecuencia que salga más herido el atacador que el atacado mismo”.

Un detalle de la historia confirma que la madre Laura tenía su inclinación a las locuras extáticas. En medio de la hoguera que se había levantado a su alrededor, la religiosa procedió según sus saberes: calentó un cuchillo al rojo vivo y se grabó con él una cruz en el pecho. Una defensa íntima contra sus enemigos antes del desfogue público que le permitió la pastoral contra Alfonso Castro. La elegancia de la escritura no esconde la gravedad de las acusaciones contra el médico liberal. Luego de desbaratar sus habilidades como escritor hace una insinuación sobre su carácter. El novelista resultaba cobarde, además de tosco como escritor. Cargar contra una escuela de señoritas en vez de atacar a los poderosos colegios religiosos del momento era prueba suficiente: “Causa que elige para el ataque a un enemigo tan pequeño y un flanco tan descubierto, no se tiene por muy pujante. Si triunfa, como usted, el triunfo será irrisorio: será la victoria del león contra la rata, sobre una rata de sacristía”.

Laura Montoya también se defiende contando su versión de la historia. Por su carta sabemos que Eva Castro era una niña nerviosa que aborrecía los bailes y la vida social. Decía amar a su prometido pero le temía como al demonio. Ella misma sirvió de celestina al llevarle la razón al novio cuando la joven decidió entre temblores darle el sí.

Protagonista de novelaDurante un paseo a Robledo surgió la pregunta del enamorado. La pretendida pidió una semana para pensarlo y agregó que la respuesta llegaría por boca de Laura Montoya. Luego de darle la buena nueva al futuro esposo, la madre Laura asistió a la ceremonia para bendecir las argollas y fue elegida madrina del matrimonio. No podía pelear contra el enlace que había concertado. Pero existe una prueba más: el mismo novio la llamaba suegra con gracia y naturalidad. Y una frase definitiva cierra la discusión: “A una novia enamorada no la hace desistir de su programa potestad ninguna de la tierra”. Y así fue. Eva Castro terminó casada y con hijos, de modo que Laura Montoya fue burlada por sus malas intenciones y por su derrota.

Todo termina con un alegato sobre la posibilidad de hacer vida espiritual y el derecho a encerrarse, connatural al derecho a salir y andar por donde se antoje. Según la religiosa, se entendía que “el mundo, como enemigo del alma”, tildara a las mujeres que no eran madres o esposas como simples animales. Pero le parecía increíble que los sabios que exaltaban el espíritu no pudieran aceptar que una mujer sola buscara algún ideal sublime para escudarse contra los tiros del mundo: “Si no somos más que animales; si somos seres inútiles; si no servimos ni para ornato ni para recreo; si no tenemos objetivo ni significado en la vida, ¿no es cierto que representamos nuestro papel de bestias chasqueadas e inútiles con demasiada mansedumbre?”.

En esas páginas llenas de argumentos y de rabia contenida Laura Montoya va dejando una estela de liberalismo y respeto a las elecciones individuales, un rastro de inteligencia sencilla alejada del catecismo y los sermones. Habría que darle toda la razón y encumbrarla en el altar de la biblioteca, con la esperanza de que no la dañe la bendición definitiva de El Vaticano.

La Madre Grande

Juan Carlos Orrego – Fotografia Archivo Familiar

Por rutas distintas llegaron dos historias de compañeras de hábitos de la Madre Laura.
Dos tías Madres que compartieron trochas y campanas con la santa de Jericó.
Los sobrinos escriben con devoción la crónica familiar de sus tías Lauritas.
Las monjas venían de la selva y traían más cuentos que los tíos policías.
En mi casa, antes que la Madre Laura, fue famosa la Madre Cecilia; y lo es todavía: se trata de mi tía paterna –mi única familiar directa en esa rama podada–, misionera octogenaria tan audaz e indoblegable como todas las de su clase. De no mediar los solemnes festejos por la canonización de su antigua superiora –así como cierto consejo médico– mi tía estaría ahora mismo enseñando el catecismo a los makunas y yukunas de La Pedrera, agobiada por el calor y las boas de la selva amazónica. No cabe duda de que las misiones religiosas son el destino natural de los obstinados.

Gracias a mi tía, Laura Montoya Upegui es vieja conocida de mi casa, y, en consecuencia, la noticia de su llegada a los altares fue tomada como el anuncio de que una abuela se ganaba el Premio Nobel o, al menos, el premio gordo de la Lotería de Medellín. El estreno de mi uso de razón está ligado a las estadías de mi tía –La Tía, para ser más exactos– en Bogotá y Ecuador, desde donde llegaba todos los diciembres con la maleta llena de chécheres, regalos y misteriosas “encomiendas”. A un lado de nuestras chocolatinas y galletas exóticas aparecían las revistas y estampas con la efigie de la Madre Laura, ya se tratara del retrato en que, todavía muy joven –de hecho, muy bella–, mira hacia su izquierda con un gesto tan humilde como imponente, tocada en el pecho con la florida “M” de la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena; o de ese otro dibujo en que, vieja y mofletuda, está dirigida hacia la diestra mientras sostiene una pluma, sentada a un escritorio con visos de reclinatorio. A propósito de dicho gesto literario, no está de más anotar que de las maletas de La Tía surgían frecuentemente los libros de la monja escritora, sobre todo las Cartas misionales y La aventura misional en Dabeiba. Un capricho del destino ha hecho que yo asocie esas obras pías con los cuentos de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada de García Márquez, que por entonces leía mi hermana mayor en cumplimiento de una tarea colegial.

La Tía conoció a la Madre Laura el 15 de diciembre de 1946, según se lo recuerda su proverbial memoria, afilada como la de un compositor sordomudo. Pero entonces la hermana de mi padre era solamente eso, hermana de mi padre –aunque cabe advertir que para entonces mi padre no era mi padre–, y apenas se aprestaba a iniciar la devota carrera que la convertiría en “Madre”: tenía 13 años, y había ido al convento de Belencito en vísperas de una especie de reclutamiento espiritual que la llevaría, al día siguiente, a la Escuela Apostólica que las monjas tenían en el municipio de Granada. Mientras La Tía recorría el convento bajo la tutela de la hermana Margarita Ochoa, apareció, en un cruce de pasillos, la venerable matrona. La llevaban en silla de ruedas, para que sus hondas cavilaciones no tuvieran que distraerse con las profanas lidias de un cuerpo achacoso. La hermana priora presentó la niña a la superiora, y esta, tras palmearle la mejilla, le dijo: “Sea juiciosa, mijita”. La Tía supo inmediatamente que su vida se partía en dos: había sido tocada por una escogida. Pero lo sintió porque Laura Montoya lo irradiaba, y no porque, por obra de alguna impensada cabriola de su memoria borgiana, La Tía hubiera sabido que un Papa latinoamericano la iba a declarar santa 67 años más tarde.

Con el barullo de la canonización quise hurgar más a fondo en la memoria de La Tía y le pregunté por los últimos días de la Madre Laura. A pesar de que esos fueron días grises, los recordaba entre sonrisas: tanta es su conciencia de haberse cruzado con el carro de la historia. Con toda generosidad me descorrió el velo de una escena que pertenece a la intimidad de la congregación (generosidad que, acaso, algo tiene de agradecimiento por el hecho –sabe Dios si intencionado o casual– de que puse el nombre de Laura a mi primogénita), y me contó lo que vio las veces en que, como novicias, ella y sus compañeras fueron llevadas ante la cama de la Madre agonizante para que elevaran preces por su próximo descanso. La Tía narra que la Madre Laura, presa del delirio de la meningitis, alzaba los brazos al cielo con visible desespero, dejando ver que la agobiaba un dolor infinito, pero, al mismo tiempo, dando a entender que algo se vislumbraba en las alturas. Cuando se produjo el deceso, La Tía fue comisionada para tocar las campanas a rebato y anunciar la mala nueva a Medellín. La muerte de la iluminada conmovió a la ciudad, y la iglesia del convento de Belencito se abarrotó con motivo de las honras fúnebres, presididas por el Arzobispo de Medellín.

La Tía ha vivido un lustro más de lo que pudo la Madre Laura. Y, como la de ella, su vida es una suma de esfuerzos y milagros; por supuesto, los de mi parienta no han gozado del reconocimiento de la opinión pública y, mucho menos, del Vaticano: conocer y compartir los rincones en que anida la pobreza de Colombia; radicarse en los confines del mundo, entre mosquitos y humedades, para enseñar un catecismo que acaso pocos entienden, y trabajar de sol a sol todos los días del año, sin el aliciente de los festivos, las primas y las vacaciones remuneradas que hacen la dicha de los asalariados; inclusive, quizá no sea un prodigio menor tener que soportar –porque la vida es irónica– que un sobrino le haya salido antropólogo y, por fuerza, descreído. El monumento de sus inminentes ochenta años, sumado al miedo de perderla, me hizo soñar con ella una noche perdida de hace dos o tres semanas. Las caprichosas asociaciones de la memoria quisieron que un cuento de Gabo, La viuda de Montiel, fuera el eje narrativo del sueño.

Por eso, en la última escena –a un segundo de que la alarma de las cinco me sacara de la visión– La Tía está en un solar tupido de plantas amazónicas, mientras la Madre Laura, vestida con una sábana blanca y con un peine apoyado en el regazo –como la Mamá Grande del cuento–, está sentada muy cerca. La Tía pregunta: “¿Cuándo me voy a morir?”. La santa dice: “Cuando te empiece el cansancio del brazo”.

 

Publicacion de Universo Centro

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