Por: Héctor Abad Faciolince
Cuando eligieron a Angela Merkel en el año 2005 yo me temía, como muchos otros, que estábamos ante la reencarnación de una dama neoliberal de corazón de hielo (o de hierro) al peor estilo de Margaret Thatcher. Trabajen, vagos, que en esta vida las desigualdades y la pobreza se deben solamente a la pereza y a la falta de esfuerzo.
Cuando me fui a vivir a Berlín en el año 2006 supe más cosas sobre la nueva canciller alemana que hacían de ella un personaje mucho más complejo. No era, como Thatcher, la hija de un tendero que enseñaba a su hija a cuidar el centavo y a regatear los precios. El padre de Merkel, un pastor protestante, era hijo de un policía católico polaco que se había casado con una berlinesa y convertido a la Iglesia luterana.
Solo una fe religiosa muy honda —con toda la carga irracional que esto conlleva— permite entender que en 1954 su padre aceptara trasladarse a un pueblo de Alemania Oriental (RDA).
Hay que entender lo que esto significa: en ese momento su primogénita, Angela Kasner, era una bebé recién nacida en Hamburgo, el puerto más próspero de Alemania Occidental (RFA). Su madre era profesora de inglés y de latín. Millones de ciudadanos de la RDA escapaban a occidente, hacia las libertades y el bienestar económico que ofrecía la República Federal Alemana.
El pastor Kasner emprende el camino inverso, y en ese régimen opresivo (que solo ofrecía la comodidad mental de que nada podía ser cambiado) creció Kasi, como le decían a la joven Angela con un hipocorístico de su apellido.
En la RDA la joven Kasi se dedicó a estudiar y aprendió a callar. Se graduó con honores del bachillerato, de la carrera y del doctorado en Física. En todas las materias sacaba la máxima calificación, salvo en cultura marxista, donde pasaba raspando. Sin embargo, creo que en la RDA la joven Kasner y luego la señora Merkel aprendió algo valioso: la austeridad y el absoluto desinterés por la idiota banalidad del consumismo occidental. Un día yo paseaba cerca de la Isla de los Museos de Berlín con una amiga. Pasamos frente aun edificio modesto en cuya puerta había un tipo de uniforme. “Ahí vive Angela Merkel con su marido, en un apartamento de 60 m²”, me informó esta amiga. Siendo canciller, seguía viviendo ahí, en su casa de siempre, y a los palacios y residencias del gobierno solo iba para los actos oficiales.
La señora Merkel, protestante, supo entenderse y pactar con los católicos ultramontanos de Baviera. La señora Merkel, exministra de Seguridad Nuclear, pactó con los verdes el cierre de las centrales nucleares alemanas, a un costo económico enorme, que ella consideró inferior a los riesgos que se corrían. Esta misma señora inteligente y práctica, del partido Unión Demócrata Cristiana, supo entenderse con los socialdemócratas y con los liberales. Acogió más refugiados del Medio Oriente que ningún otro país occidental, contra el parecer del ala derecha de su propio partido. Les echó una mano (tan dura como generosa) a los países del sur de la Unión Europea. Se ha sabido plantar ante Putin hablándole en un ruso impecable. Ante Trump, con altiva firmeza, en el inglés que le enseñó su madre. Supongo que ha hablado en latín con los papas polaco y argentino.
Es tan grande su legado en Alemania que los candidatos que aspiran a sucederla no proponen “el cambio”, como lo hacen todos los políticos del mundo entero ante unos ciudadanos siempre insatisfechos con lo que hay. Tampoco se atreven a decir lo que muchos pensamos: que en Alemania lo mejor sería seguir el mismo rumbo y no cambiar. Esto no quiere decir, obviamente, que Frau Merkel sea o haya sido la perfección. Y sin embargo, siempre que la veo en las fotos, vestida de rojo, con las manos al frente en su típico gesto que une sencillamente las diez yemas de los dedos, rodeada de hombres tiesos que fingen seguridad, se me ocurre pensar que esa mujer íntegra y leal debería ser el modelo para los líderes de este siglo en que nos ha tocado vivir.
El Espectador. 26 septiembre 2021.