Elevada la hipocresía a política de Estado, la satrapía de Guatemala la resuelve en asonada judicial, y la caverna uribista, en lenguas de fuego inquisitorial. La víctima, Iván Velásquez. El valiente que destapó en ese país la podredumbre del poder en funciones y, en Colombia, el engendro de la parapolítica. El presidente Pérez Molina, su vicepresidenta, siete ministros, media centena de diputados y prohombres de la sociedad fueron sentenciados a prisión por corrupción, mientras el pueblo manifestaba júbilo en las calles. Aquí, la indagación que lideró el entonces magistrado de la Corte Suprema, Velásquez, involucró a 130 parlamentarios y 50 de ellos terminaron tras las rejas por complicidad con los héroes de la motosierra. Casi la bancada en pleno del presidente Uribe, su primo Mario a la cabeza.
Todo el poder del poderoso líder se vertió contra el hombre que levantaba la tapa de la alcantarilla y había ya descubierto en el parqueadero Padilla de Medellín el entramado de mil hilos que invadía territorios enteros de la política y del empresariado. Después fue Troya: se extendieron hacia el magistrado y hacia la Corte Suprema los dispositivos de persecución a la oposición legal, tenida por terrorista. Entre otros el DAS, órgano dependiente de la presidencia que entregaba pilares de la seguridad del Estado a las mafias del narcotráfico. Para no mencionar el grosero montaje que desde el poder supremo se urdió contra Velásquez, a instancias del tenebroso Tasmania, que frecuentaba la Casa de Nariño.
A voces agrias, acaso en memoria del abuelo, blande Enrique Gómez la espada y convoca la hoguera para este símbolo continental del coraje contra la impunidad: que renuncie, pide, que “deje el descaro”. Hace décadas lo persigue Álvaro Uribe: el 19 de octubre de 2017 escribió que Velásquez, “afiliado a la extrema izquierda, corrompió a la justicia colombiana, debería estar preso”. Venía de escribir que estaba ya “pasado de que lo expulsen de Guatemala, su militancia pro terrorismo guerrillero es contraria a la lucha contra corrupción”. Y ahora lamenta la inconsútil Paloma el ascenso de un “lobo” al gabinete: un “enemigo acérrimo del partido y del jefe del partido de oposición como ministro de Defensa no es sólo un desafío; es una amenaza”.
Si la campaña de Iván Velásquez en Colombia concitó el aplauso de sus compatriotas y del mundo, no menos reconocimiento le mereció la ejecutada en Guatemala; y explica el ánimo de venganza que en ambas derechas medra. Como que 35 jueces y fiscales guatemaltecos padecen exilio, y el galardonado periodista Rubén Zamora está preso por falsos cargos. Como jefe de la misión de la ONU que emprendió la investigación, Velásquez pidió juzgar al presidente mismo de la nación, Jimmy Morales; demostró que el excandidato presidencial Manuel Baldizón sobornó a Odebrecht, y recuperó los dineros girados. El fiscal Curruchiche, que hoy acusa al colombiano, anuló esas decisiones y fue incluido por Estados Unidos en la lista Engel de corruptos. Hoy funge como encubridor del presidente Giammattei, quien pagó cárcel por resultar implicado en una masacre de narcos ejecutada para proteger a mafias de la elite.
Si descabellada la acusación de Guatemala, ésta entró en barrena con el pronunciamiento de la ONU sobre vigencia de la inmunidad concedida al colombiano cuando lo designó jefe de la Comisión contra la Impunidad en Guatemala. Pese al respaldo adicional de la Unión Europea, de Human Rights Watch y del Departamento de Estado, nuestra temeraria ultraderecha porfiará con febril impaciencia en trocar al héroe en villano. Mas, fiel a su carácter, la víctima replica: “conocemos al monstruo, lo hemos visto muy de cerca y desde diferentes trincheras lo hemos combatido. Sabemos cómo se transforma y los métodos que utiliza, pero no nos atemoriza”.