La hipótesis económica convencional sobre el auge del populismo ofrece una salida «racional» relativamente reconfortante, pero no acaba de explicar bien algunas de las cosas que han sucedido en los últimos años. Cabe pues preguntarse: ¿cuáles son exactamente esas cosas? Y más importante aún: ¿qué soluciones tenemos para abordarlas?
Uno de los pocos lugares concurridos de Workington, una pequeña localidad costera del condado de Cumbria, en el noroeste de Inglaterra, es el pub local. Este lleva el nombre de una personalidad histórica del lugar: Sir Henry Bessemer, un inventor prolífico del siglo XIX que patentó un revolucionario método para producir acero. Desde que llegara el ferrocarril en 1847, el puerto de Workington se llenó de actividad y se convirtió en un enclave comercial importante para las pujantes industrias del hierro y del acero del lake district hasta el cierre de la última acerera a principios de los 80. En Workington, como en muchas localidades del conocido como Red Wall –el cinturón industrial del Norte de Inglaterra–, el partido laborista había ganado todas las elecciones desde que se formalizara el municipio en 1918, con una excepción de dos años. Sin embargo, en el referéndum de salida de la Unión Europea en 2016 el brexit consiguió un 60% de los apoyos. Sin ir más lejos, en las últimas elecciones presidenciales celebradas a finales de 2019, la localidad costera votó mayoritariamente tory por primera vez.
La historia de Workington es un buen retrato de la explicación convencional del auge del populismo. La apertura comercial, el China shock, la deslocalización, los cambios tecnológicos y más recientemente el impacto de la crisis financiera han dejado a demasiados perdedores en el camino y, sencillamente, la gente se ha hartado. La desaparición de una buena parte de los trabajos industriales y las crecientes desigualdades marcadas por los nuevos clivajes geográficos han colapsado brutalmente las expectativas de una buena parte de la población: desde los votantes de Trump del midwest americano a los partidarios de la AfD en el este de Alemania o las víctimas de los recortes en Grecia. El populismo crece porque es más efectivo que nadie explotando esa ansiedad «económica».
Nada nuevo hasta aquí. Lo siguiente que cabría pensar es que, si las causas del populismo son económicas, las soluciones tienen que ser inevitablemente económicas: reducir la desigualdad, implementar una fiscalidad más progresiva, poner en marcha políticas educativas y de formación mejores y más inclusivas, hacer políticas de lugar efectivas… Todos los líderes sensatos del mundo están más o menos de acuerdo con ese diagnóstico y con esas propuestas. Antes de la pandemia, el jefe del mayor fondo de inversión del mundo ya anunciaba que el modelo está agotado y el Financial Times aseguraba que «el capitalismo necesita un reset».
El relato de las causas económicas está muy bien, tiene un apoyo sustancial en la evidencia empírica en economía y sobre todo ofrece una salida «racional» relativamente reconfortante. Si es un problema de desigualdad, la solución es relativamente sencilla: conocemos las políticas, lo único que falta es que ganen los buenos y las pongan en marcha. Es decir, la cosa es más un problema de policies, más que de politics.
«El populismo crece porque es más efectivo que nadie explotando esa ansiedad económica»
Sin embargo, la hipótesis económica sobre el auge del populismo –en la que esencialmente coinciden marxistas y utilitaristas de todo el espectro político– no acaba de explicar bien muchas de las cosas que han sucedido en los últimos años. Advertimos un primer problema evidente si dirigimos la vista hacia los países emergentes. La regresión iliberal en sus diferentes formas –nacionalistas, autoritarias, identitarias, populistas de izquierdas o de derechas – es un fenómeno global que va desde Manila a Jaipur, pasando por Estambul, Johannesburgo, Brasilia o Caracas. En una buena parte de estos países, las tasas de crecimiento y convergencia con los países avanzados han sido extraordinarias. Turquía o Indonesia, por poner dos ejemplos, han crecido a una media del 6% anual en los últimos 20 años. Si nos vamos un poco más cerca, Polonia –con un gobierno iliberal, nacionalista y xenófobo– ha sido el gran campeón del crecimiento en Europa, donde el PIB per cápita ha crecido a una media de más de un 4% en la última década. No parece que estos países sufran precisamente un problema de «colapso de las expectativas».
Otro problema de esta teoría es que si la causa fuera la desigualdad, lo normal sería que los votantes eligieran opciones mayoritariamente de izquierdas que ofrezcan soluciones a esa desigualdad. En ese mundo, Bernie Sanders, Jeremy Corbyn o Jean-Luc Mélenchon deberían estar creciendo en apoyos y ganando elecciones. Sin embargo, los que ganan (mayoritariamente) son magnates racistas de derechas como Trump, nacionalistas reconvertidos de Eton como Johnson, o militares ultraconservadores como Bolsonaro. En las últimas elecciones en Austria o en España los partidos que más han crecido (en Austria el FPÖ obtuvo un 26% de apoyo) son populistas, ambos de extrema derecha con un programa económico «libertario» de bajadas de impuestos indiscriminadas y liberalización de la economía.
Un tercer problema de esa teoría es respecto a la composición de los votantes. ¿Están realmente «los perdedores de la globalización» votando por opciones populistas? O, de otro modo, ¿quiénes son los votantes de los nuevos partidos extremistas y autoritarios? La conclusión tampoco es clara en este sentido. El perfil del votante de Podemos se parece más al de un joven productor de documentales del barrio de Gracia de Barcelona que ingresa 40.000 euros que al de un obrero de las minas de León. Por otra parte, la clave de la victoria de Bolsonaro no estuvo precisamente en el apoyo de las élites cosmopolitas de São Paulo, sino en el apoyo de los millones de habitantes de las favelas de Brasil hartos de la inseguridad.
Todo esto nos deja en una situación complicada. Si el problema del auge populista no es tanto la economía, sino «otras cosas», ¿cuáles son exactamente esas cosas? Y más importante aún: ¿Qué soluciones tenemos para abordar esas otras cosas? Los demócratas (con d pequeña) tenemos un problema más grande del que queremos reconocer, porque lo cierto es que no acabamos de entender las razones del auge populista global. Y, por tanto, no sabemos cómo hay que responder.
Al menos existen dos líneas de investigación que pueden ayudarnos a iluminar un poco mejor lo que nos pasa. Por un lado, desde la ciencia política está la conocida tesis del cultural backlash, de Pippa Norris y Ronald Inghlehard. Ambos argumentan que las transformaciones culturales traídas por la globalización, el multiculturalismo y la velocidad a la que han cambiado nuestros entornos han generado un efecto de desconcierto y rechazo en la población. Eso explicaría el repliegue nacionalista y el auge de fuerzas nativistas y extremistas de distinta índole.
«Si queremos tener éxito, los defensores de la democracia liberal tenemos que apelar a la razón»
Finalmente, están los avances en la investigación en ciencias cognitivas. El común denominador de estas investigaciones nos dice que los humanos somos menos racionales y más tribales de lo que pensábamos. El psicólogo y premio Nobel Daniel Kahneman demuestra que nuestro cerebro a menudo usa atajos para comprender el mundo que nos rodea, y esos atajos nos conducen a innumerables sesgos cognitivos. Neurólogos como Robert Sapolsky, de la Universidad de Stanford, muestran que los humanos tenemos unas tendencias grupales innatas que se activan de forma automática, que nos predisponen a favorecer a los nuestros y a rechazar al otro. El psicólogo y profesor de la New York University, Jonathan Haidt, va más allá y nos dice que en realidad los humanos somos más racionalizadores que racionales. Bajo este prisma, nuestros procesos mentales en política se parecerían más a un ejercicio de recopilación de argumentos para justificar o proteger a los nuestros que a un proceso genuino de búsqueda de la verdad. Esa tendencia a resguardarnos en los nuestros se aviva en tiempos de crisis e incertidumbre y la batalla de las identidades (raciales, religiosas, nacionales y partidistas) está servida.
¿Cómo respondemos los liberales a un mundo en el que la identidad y no la economía está en el eje de los debates? Si queremos tener éxito, los defensores de la democracia liberal tenemos que apelar a la razón, pero también repensar cuestiones esenciales para el ser humano como la dignidad, el reconocimiento, el sentido de pertenencia o la comunidad. En esa dirección van los últimos libros de algunos de los mejores pensadores económicos de nuestro tiempo como The Third Pillar (2019) de Raghuram Rajan o The Future of Capitalism (2018) de Paul Collier.
La pandemia ofrece una oportunidad única para reconstruir un nuevo contrato social. Pero para reconstruir ese new deal no será suficiente con cuatro reformas económicas bienintencionadas. En las últimas elecciones en Reino Unido, un think tank conservador británico definió al Workington man como el votante objetivo de Boris Johnson: hombre de mediana edad, exvotante laborista, al que le gusta el rugby y tomar cerveza en el pub. Cuando un reportero de The Guardian se fue a Workington tras las elecciones y le preguntó a un señor mayor que opinaba del Workington man, este respondió riendo: «¡Otra categorización más de las élites de Londres, que jamás han pisado Workington y no tienen ni idea de lo que nos pasa!».